Palabra de Vida – Marzo 2015

 
“El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mc 8,34).

“El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mc 8,34).

Durante su viaje al norte de Galilea, en los poblados alrededor de la ciudad de Cesarea de Filipo, Jesús pregunta a sus discípulos qué piensan de él. Pedro, en nombre de todos, confiesa que es el Cristo, el Mesías esperado desde siglos. Para evitar equívocos, Jesús explica claramente cómo entiende realizar su misión. Ciertamente liberará a su pueblo, pero de una manera inesperada, pagando personalmente: deberá sufrir mucho, ser rechazado, condenado a muerte y, tres días después, resucitar. Pedro no acepta esta visión del Mesías –lo imaginaba, como muchos en su tiempo, como alguien que habría actuado con potencia y fuerza derrotando a los romanos y llevando a la nación de Israel a su justo lugar en el mundo– y lo reprende. Pero Jesús, a su vez, le dice: “Tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres” (cf.8,31-33).
Jesús retoma el camino, esta vez hacia Jerusalén, donde se cumplirá su destino de muerte y resurrección. Ahora que sus discípulos saben que irá a morir, ¿querrán todavía seguirlo? Las condiciones que Jesús requiere son claras y exigentes. Convoca a la multitud y a los discípulos y les dice:
“El que quiera venir detrás de mí, que reniegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”.

Habían quedado fascinados por él, el Maestro, cuando pasaba por la orilla del lago mientras ellos echaban las redes para la pesca, o frente a la mesa de recaudación de impuestos. Sin dudarlo habían abandonado barcas, redes, mesa de impuestos, padres, casas, familias… para ir tras él. Lo habían visto realizar milagros y habían escuchado palabras de sabiduría. Hasta entonces lo habían seguido con alegría y entusiasmo.
Sin embargo, seguir a Jesús era algo más comprometido. Ahora quedaba claro que significaba compartir plenamente su vida y su destino: el fracaso y la hostilidad, incluso la muerte, ¡y qué muerte! La más dolorosa, la más infame, la que estaba reservada a los asesinos y a los delincuentes más despiadados. Una muerte que las Sagradas Escrituras definían como “una maldición” (cf. Deuteronomio, 21,23). La palabra “cruz” imponía terror, era casi impronunciable. Es la primera vez que aparece en el Evangelio. Vaya a saber qué impresión dejó en cuantos lo escuchaban.
Ahora que Jesús ha afirmado claramente su identidad, puede mostrar con igual claridad la de su discípulo. Si el Maestro es quien ama a su pueblo hasta morir por él, cargando la cruz, también el discípulo, para ser tal, deberá dejar de lado la propia manera de pensar y compartir en todo la vida del Maestro, a comenzar por la cruz:

“El que quiera venir detrás de mí, que reniegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”.

Ser cristianos significa tener “los mismos sentimientos de Cristo Jesús”, el cual “se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de cruz” (Filipenses, 2,5-8); estar crucificados con Cristo, al punto de poder decir con Pablo: “ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Gálatas, 2,20); no “saber nada fuera de Jesucristo, y Jesucristo crucificado” (1 Corintios, 2,2). Es Jesús quien sigue viviendo, muriendo y resucitando en nosotros. Es el deseo y la ambición más grande del cristiano, la que distinguió a los grandes santos: ser como el Maestro. Pero, ¿cómo seguir a Jesús para llegar a ser como ellos?
El primer paso es “renegar de sí”, tomar distancia del propio modo de pensar. Era lo que Jesús le había pedido a Pedro cuando le reprochó que pensaba como los hombres y no como Dios. También nosotros, como Pedro, a veces queremos afirmarnos de manera egoísta, o al menos según nuestros criterios. Buscamos el éxito fácil e inmediato, libre de toda dificultad, miramos con envidia a quien hace carrera, soñamos tener una familia unida, construir a nuestro alrededor una sociedad fraterna y una comunidad cristiana sin necesidad de pagar el precio.
Renegarse significa entrar en el modo de pensar de Dios, el que Jesús nos mostró con su manera de actuar: la lógica del grano de trigo que debe morir para dar fruto, del encontrar más alegría en dar que en recibir, en el ofrecer la vida por amor. En una palabra, cargar con la propia cruz, porque:

“El que quiera venir detrás de mí, que reniegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”.

La cruz –la de cada día, tal como dice el Evangelio de Lucas (9,23)– puede presentar mil rostros: una enfermedad, la pérdida del trabajo, la incapacidad de tratar los problemas familiares o profesionales, el sentimiento de fracaso frente a la imposibilidad de crear relaciones auténticas, la impotencia frente a los grandes conflictos mundiales, la indignación por los repetidos escándalos de nuestra sociedad… No es necesario buscar la cruz, ella viene a nosotros, acaso cuando menos lo esperamos y de la manera que no hubiéramos imaginado.
La invitación de Jesús es “cargarla”, sin resignarnos como ante un mal inevitable, sin dejar que nos caiga encima y nos aplaste, sin siquiera soportarla de manera estoica y distante. Por el contrario, acogerla como una manera de compartir su cruz, como la posibilidad de ser discípulos también en esas situaciones y vivir en comunión con él incluso en el dolor, porque fue él quien compartió primero nuestra cruz. En cada dolor, tenga el rostro que sea, podemos encontrar a Jesús que ya lo ha hecho propio.
Igino Giordani ve la inversión del rol del Simón de Cirene que lleva la cruz de Jesús: la cruz “pesa menos si es Jesús el Cireneo”. Y pesa aún menos, dice, si la llevamos juntos: “Una cruz llevada por una criatura termina aplastándola; llevada junto a otras, con Jesús presente entre ellas, tomando como Cireneo a Jesús, se torna ligera: yugo suave. La escalada, encarada entre varios, se vuelve una fiesta y gana la cima”.
Tomar la cruz, entonces, para cargarla con él, sabiendo que no estamos solos al llevarla porque él lo hace con nosotros. Se trata de establecer la relación, la pertenencia con Jesús, hasta la plena comunión con él, hasta llegar a ser otros él. Así se sigue a Jesús y se es verdadero discípulo. La cruz será entonces para nosotros, como para Cristo, “fuerza de Dios” (1 Corintios, 1,18), camino de resurrección. En cada momento de debilidad encontraremos la fuerza, en cada oscuridad la luz, en cada muerte la vida, porque encontraremos a Jesús.

Fabio Ciardi