Los caminos de Cecilia

 
Un momento muy especial se vivió en la Ciudadela, un puente entre Cielo y tierra.

“Quizás lo más significativo de ese año para mí fue la muerte de Cecilia Perrín. Del mismo grupo de su hermano Eduardo, por él sabíamos que ella se estaba por casar, recibíamos noticias de la luna de miel, del embarazo, hasta cuando comenzó a estar mal, el tumor, la decisión de que naciera Agustina, y luego su muerte. Yo era la primera vez que vivía una situación con estas características. Primero por lo trágico, porque Cecilia era muy joven, pero estaba toda la heroicidad, y luego el drama de Luis, con Agustina, una criatura”.

Me vuelve a la memoria este tramo de la entrevista a un joven, a propósito de su experiencia en Mariápolis en 1985, mientras rodeamos en sencilla ceremonia el lugar donde, desde entonces, descansan los restos de Cecilia  Perrín al cumplirse otro aniversario de su nacimiento, el 22 de febrero de 1957, en un sector sobreelevado del campo santo, porque ya es considerada por la Iglesia como “sierva de Dios”, por su “vida ejemplar”.

“Tus caminos son una locura, rompen mi humanidad, pero son los únicos que quiero recorrer”, reza la frase más emblemática de Cecilia, escrita en cursiva en su lápida. Sintetiza el momento en que, embarazada de pocos meses, había decidido rechazar el tratamiento que podría salvar su vida, porque costaría la de su criatura, y arriesgar hasta que ésta naciera, cuando lo más probable es que ya no hubiera vuelta atrás.

Dar la vida, en el sentido más pleno, fue desde entonces cada paso consciente, sufrido y gozado con el espíritu de quién escala una cumbre fascinante e inexplorada. Pudimos asomarnos a esa experiencia escuchando juntos retazos de sus cartas a Luis, a familiares, amigos, alumnos… . “Desde el primer día que supe de mi enfermedad comencé a vivir algo nuevo. Recuerdo que en el momento de enterarme, al comunicárselo a Luis comencé a llorar y cuando él quiso consolarme pude decirle que el dolor estaba, pero que consuelo no necesitaba, y le hablé de Jesús Abandonado. En este momento no recuerdo bien lo que le dije, pero sí sé que fue la primera vez que lo entendí con la vida, y luego todos los días de ahí en adelante”.

En otra ocasión, ya avanzado el proceso tumoral, comenta: “Me han llamado dos amigas para venir a verme y de entrada dije que no porque me sentía mal. Después pensé, ¿quién soy yo para decirles eso? Mi cuerpo no es mío, lo que Jesús está obrando en mí es fruto de todos y para todos. Para mí es importante descubrir esto. Es una transformación (…). Me ha permitido descubrir el amor más allá de las máscaras. Se ha purificado”.

“¿Saben lo que hago cuando el dolor es muy grande y me parece no poder ofrecerlo? – les comenta a sus alumnos – Miro al crucifijo, le sonrío y le digo: ‘yo no puedo ofrecerte esto, me parece demasiado, pero vos hacé de cuenta que lo hago’, ¡¡y resulta!!! Se experimenta luego la paz”.

Y finalmente: “Tú, Señor, conoces mi debilidad. Eres el único que puede cubrirla. Te quiero. ¡Qué locura poder decirle a Dios, ‘te quiero’! Poder sentirte en mí… ¡Qué locura!”.

Casi pegada a la de Cecilia hay otra lápida igual, la de Manuel Perrín, su padre, que no ha sido ubicada allí sólo por una cuestión de parentesco natural, sino porque también él ha merecido el título de “siervo de Dios”, dada su ejemplar entrega al servicio de la comunidad. Y ahí se comprende mejor cómo Cecilia pudo florecer sin duda por su virtud personal, pero también por el humus en que fue cultivada, desde la familia a toda la comunidad. En efecto, si uno tiende la vista a todo el cementerio puede reconocer, en cada uno de los que descansan en la cuidada sobriedad de ese rincón privilegiado de la ciudadela, la pertenencia al mismo ideal de vida evangélica. Lo dice también la cruz que se eleva en medio de ese espacio y lleva escrito en hierro forjado, como definiendo la identidad común de todas esas vidas: “…y nosotros hemos creído en el Amor”.