“Vendrás, pero en otro momento…”

 
Imma, focolarina nigeriana, ahora en la Mariápolis Lía.

Tiene cuatro nombres, Ijeabalum, que le puso la madre, Uchechukwu, el padre, Ukochukwu, la abuela, y otro de bautismo, Immacolata, como se estila entre los igbo de Nigeria. 

En familia, seis hermanos, cuatro varones y dos mujeres, la llaman con cualquiera de los cuatro nombres. Para nosotros es solamente Imma, la única africana entre las  más de 20 nacionalidades que  integran la ciudadela.

De arraigada fe cristiana, sus abuelos fueron los que llevaron el cristianismo a su ciudad natal, Osumenyi. Eso no quita que en la adolescencia “inquieta e incluso revoltosa” – nos cuenta -,  esa fe entrara en crisis y se cuestionara “’¿quién es este Dios que juzga, infunde más temor que amor, como un rey que nos mira desde arriba…?’. No me gustaba”. La respuesta llega de la forma más inesperada, cuando se produce un altercado en el colegio e incitan a pelear a su amigo Juan, que no acepta el desafío, conserva la calma a pesar del aliento de sus compañeros y, para sorpresa de todos, la cosa se resuelve en paz. Algo incomprensible para ella. A la semana, por compromiso participa de un encuentro y se  sorprende escuchando al mismo Juan que relata aquel extraño comportamiento suyo en el colegio y explica: “no quise pelear porque, para mí, pegarle a mi compañero hubiera sido como pegarle a Jesús”. Imma entonces desea saber más, porque lo había visto con sus propios ojos, y termina comprendiendo que amar a Dios quiere decir amar al prójimo. “Cuando luego me sugirieron que cada vez que hacía algo por los demás le dijera a Jesús, “por ti”, y comencé a decírselo, me encontré hablando con Dios, que ya no estaba sentado en un trono en el cielo, estaba conmigo, hablábamos, le ofrecía lo que hacía por los demás, le pedía, me alentaba, era padre, hermano, amigo… Mi vida comenzó a cambiar, era feliz”. El cambio no pasa desapercibido y, en casa, los  hermanos la ponen a prueba, la “santa” le dicen, pero al final no quieren ser menos y también ellos se ponen en la misma onda. Cuando concluye el secundario esa dinámica del amor ya comenzaba a ser cultura también en el colegio.

Mientras tanto, en las vacaciones, había comenzado a ir a la Mariápolis de Fontem, en Camerún, donde entre otras cosas, da una mano en el hospital. “Nunca lo hubiera imaginado – confiesa -, porque siempre había sentido un gran rechazo, hasta repugnancia, por todo lo que tenía que ver con enfermedad, y menos que menos ser enfermera. En realidad hubiera querido estudiar abogacía, pero ese ‘por ti’ me lleva a superar todo”. La prueba de fuego se da cuando llega María, que ha contraído el cólera, está sola, sin familia, sin hijos, y se la confían a ella. “Te imaginas lo que era eso, animarme a curarla, hacer todo, incluso la lavaba, y como al volver a casa no lograba comer, le llevaba mi porción. Luego mis compañeras, una por día, le daban su comida. Cuando María se recuperó quiso saber qué Dios  me ayudaba, porque era animista, y terminó pidiendo el bautismo. Después de esta experiencia con María, me nació el deseo de hacer algo por la humanidad y, en lugar de volver a mi país fui a hacer un curso de enfermería, como si me hubiera cambiado el corazón, un corazón más humano, capaz de acompañar al enfermo a recuperarse a la vida normal, o a prepararse a la otra Vida.  Además sentí que Dios suavemente me preguntaba si no quería ser toda para él y entonces pedí integrarme en el focolar. En Fontem estuve 11 años. La Mariápolis era como una isla en medio de la selva, donde la gente venía para encontrar a Dios, porque no había otra cosa. Si buscabas otra cosa tu vida perdía sentido. Y ha sido allí donde he pasado los años más hermosos de mi vida”.

En 2006, como se necesitaba una fisioterapista, Imma fue a Sudáfrica y se inscribió en la Universidad, pero antes de comenzar la llamaron de una escuela irlandesa como suplente de un profesor en un gran laboratorio de computación donde iban los alumnos a ejercitarse.  La tarea que le encomendaron era ser allí una presencia. “Yo era la que menos sabía, sólo que poniéndome a disposición los mismos alumnos me fueron enseñando y se creó una muy buena relación con todos. Tanto que, cuando consiguieron un docente, me pidieron que siguiera trabajando en el instituto pero en otro sector, porque veían que tenía un modo diferente de tratar a las personas, así que en lugar de estudiar fisioterapia estuve allí diez años como docente de Ciencias Humanas y con título universitario. Hay que tener en cuenta que en Sudáfrica sigue muy viva la experiencia del apartheid, sólo que ahora el poder lo tiene la gente de color y  de alguna manera le hacen sentir a los blancos lo que antes han sufrido. También aquí mi tarea era sembrar amor entre los alumnos, ayudar a dialogar, a liberarse del resentimiento que les trasmitían los padres a sus hijos”.

“En ese tiemplo se había desatado en mi país la acción terrorista de Boko Haram, extremistas musulmanes en lucha contra los cristianos, por lo que me pidieron trasladarme al focolar de Abuja, capital de Nigeria, a dar una mano. Hacía 20 años que había dejado mi patria y me hacía feliz volver en ese momento oscuro, cuando heridos y exiliados se refugiaban en Yola, por lo que me ofrecí a llevar ayuda como enfermera. Al principio nadie se animaba a acompañarme, a más de 1000 kilómetros. Igualmente conseguimos medicinas y víveres y finalmente viajé con un chofer musulmán, a manera de salvoconducto. Allí, entre centenares de heridos y refugiados en la catedral, era cuestión de dar la vida. El segundo viaje fuimos dos, el tercero cuatro y se fue intensificando el intercambio y creciendo la comunidad. Fue poner la primera semilla”.

A este punto, cuando Imma pensaba que ya no dejaría más Nigeria, le llega la propuesta de venir a la Argentina. “Era algo tan impensado, que me dio miedo y, por primera vez en mi vida, dije que no me parecía y preferí olvidarlo. Pasó un tiempo y un día recordé que veinte años antes, en un encuentro casual con Lía Brunet en Loppiano, le había dicho con todo mi impulso juvenil, que iría a la Argentina incluso a pie. Ella me respondió, ‘vendrás, pero en otro momento’. Allí comprendí que había llegado ese momento, hice todos los trámites, viajé, y al día siguiente de llegar a Mariápolis fui ante su tumba a decirle “aquí estoy, Lía, ¿qué quieres que haga?”. Imma se conmueve. Ya va por el tercer año entre nosotros, “feliz de hacer cualquier cosa que  Dios quiera”. La aventura continúa.