“Un ecosistema que potencia lo bueno”

 
La experiencia de los sacerdotes que vienen por un período a compartir con los habitantes de la Mariápolis.

La gran mata de jazmín amarillo se está cubriendo de flores, como todos los inviernos, mientras muy cerca el P. Luis But, tijera en mano  y guante protector, poda con delicadeza, como si lo acariciara, el rosal trepador al frente de la casa. Es uno de sus muchos talentos que, a los 85 años, y 60 de sacerdocio, no abandona, como tampoco deja de atender la parroquia de O’Higgins y, sobre todo, en comunidad con el P. Gustavo De Fina, la Casa  sacerdotal en Mariápolis.

Gustavo se puede decir que es casi originario de este lugar porque ha sido uno de los primeros seminaristas que ya en los 70 pasó aquí un año, entre los pioneros de la ciudadela, y recuerda como su experiencia de “la Biblia junto al calefón” el compartir la tarea con un albañil. Luego la vida de sacerdote lo llevaría por el mundo hasta volver a recalar en esta casa sin haber perdido nunca la riqueza de aquella vivencia fundamental de simple cristiano. “Desde siempre – nos cuenta -, hubo aquí una presencia sacerdotal y luego también una casa propia, como punto de referencia e irradiación.

Llegado un momento la afluencia de quienes adherían al carisma de la unidad, llevó a ampliar  su capacidad de alojamiento para retiros, períodos de descanso, discernimiento vocacional, formación y también tiempos de rehabilitación y acompañamiento a sacerdotes, religiosos y seminaristas, como un espacio restaurador para continuar camino con nuevo aliento. Hay quienes vienen por unos días o períodos más largos de formación o discernimiento, por lo que casi espontáneamente, en el ambiente de fraternidad que tratamos de vivir, sucedía que se sanaban muchas situaciones. Hasta que, en coincidencia con el año de la misericordia en 2016 nos llegó el pedido del Nuncio apostólico de abrir este espacio al clero diocesano. Desde entonces nosotros ofrecemos la casa, la acogida fraterna, secundados también por un equipo de acompañamiento y una mirada más profesional si fuera necesario.

El resto lo hace el ambiente propio de la ciudadela, una sociedad normal, intergeneracional, intercultural, con variedad de vocaciones, familias… con los que se interactúa en el día a día. Se recuperan vivencias imprescindibles de la vida comunitaria que han quedado relegadas por la actividad, las responsabilidades, la soledad, que el sacerdote, como hombre de relaciones, requiere para su equilibrio humano y espiritual”.

Significativa la mirada de alguien que está haciendo esta experiencia de fraternidad, junto a Luis y Gustavo:  “Venía cansado, herido, agobiado, necesitado  de un año sabático  y, antes de andar boyando, a mi director espiritual le pareció bien proponerme venir a Mariápolis para, hablando en modo taller, un ‘recauchutaje’. De hecho – continúa – aquí se da como un ecosistema que te ayuda a potenciar lo bueno. A veces uno viene con mucha calle, un poco mundanizado quizás, y aunque está inmerso en las cosas de Dios, termina olvidándose de lo más elemental que hace sustentable su vocación, como la oración. Esta experiencia en una comunidad sacerdotal,  en el constante discernimiento comunitario ayuda a mirarse uno mismo  y a los demás con misericordia, sanar las heridas, las broncas, las miserias propias y ajenas. Alegrarse y sufrir con el otro, compartir diferencias, hablarlas, no nos callamos nada, a veces no nos hablamos por un rato, por el orgullo herido, pero con el tiempo se va sanando y el encuentro es más cálido, fecundo.

“Además aquí el día a día tiene también su parte casi de cura obrero, porque se trabaja, está lindo. A mí me toca en la cocina con otros muchachos, y la cocinera que está al frente, con su faceta de maternidad bien plantada, que no reprime, no mutila, no te excluye ante el error, esa faceta que a veces por ser consagrados mal aprendidos terminamos haciendo a un lado, me ayuda a llevarme mejor con mi faceta masculina y de ser padre, el equilibrio emocional, afectivo.  Por otra parte, la sana experiencia de no vivir en el clericalismo, con laicos con los pies bien puestos en la tierra y la mirada en el cielo”.

A su vez  para M., que ya ha hecho esta experiencia, “el mayor impacto, ya al llegar fue la actitud de acogida muy cordial, de Luis y de Gustavo. No había un esfuerzo en atendernos, todo con naturalidad. Lo que había, había, esa era la vida, que respondía al deseo de autenticidad que todos tenemos y yo particularmente traía. Cuando al año siguiente volví para un retiro personal, rezar, discernimiento, me encontré con la sorpresa de que estaban también Andrés, Pablo y Walter, de 3 diócesis diferentes y se me cambió el panorama. Ellos estaban integrados en los trabajos de la ciudadela, yo seguía mi ritmo personal, hasta que propuse venir un año donde poder tener tiempo para la fraternidad sacerdotal. Teníamos un espacio diario de trabajo, otro de discernimiento, y el espacio comunitario, que consistía fundamentalmente en compartir las comidas y, todos los días, una meditación, como un disparador para la comunión de almas o de experiencias, positivas o negativas, búsquedas,  deseos, aspiraciones. Luis y Gustavo siempre en actitud mariana, materna, servicial, de facilitar, favorecer, acreditar  lo que las circunstancias traen como novedad sin ningún tipo de alteración. Todo era ocasión para vivir muy plenamente en el amor cada momento presente”.

La función de la Casa, como ya explicaba el P. Gustavo, no se limita a ser este espacio de pausa y discernimiento, sino que requiere prevención y acompañamiento posterior. De allí la organización de retiros, vacaciones comunitarias, viajes para cultivar el vínculo e incluso el aporte a una próxima publicación que los mantenga unidos. Por eso quizás la mejor definición de esta experiencia sea un párrafo de la reciente carta del Papa Francisco a los sacerdotes cuando dice: “Gracias por buscar fortalecer los vínculos de fraternidad y amistad en el presbiterio y con vuestro obispo, sosteniéndose mutuamente, cuidando al que está enfermo, buscando al que se aísla, animando y aprendiendo la sabiduría del anciano, compartiendo los bienes, sabiendo reír y llorar juntos, ¡cuán necesarios son estos espacios! E inclusive siendo constantes y perseverantes cuando tuvieron que asumir alguna misión áspera o impulsar a algún hermano a asumir sus responsabilidades”.

La dedicación amorosa y concreta del P. Luis cultivando los rosales en invierno, al frente de la casa, vuelve como una imagen sugestiva.