Movimiento de los Focolares
Quién es Jesús abandonado para mí

Quién es Jesús abandonado para mí

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© A.M Baumgarten

Soy Noemi, paraguaya, de 26 años. Se me preguntó quién es para mí Jesús Abandonado. Desde pequeña he experimentado el dolor: la pérdida de mi mamá a los 7 años, luego, a los 17, la de mi abuela con quien me crie, y un año más tarde la de mi papá. Recientemente, vino a mi encuentro con el descubrimiento de una enfermedad crónica. Cristo Crucificado, tal como Chiara Lubich nos lo hizo conocer, jamás fue para mí sólo dolor, incomprensión, fracaso, soledad, etc. sino también momentos preciosos y ricos de una fuerte experiencia de Dios, como también de muchas gracias personales y junto con los demás. En mi trayectoria académica en Sophia, durante una clase, el profesor nos preguntó: “¿Ustedes saben por qué Jesús Abandonado es el Dios de nuestro tiempo?”. Un compañero levantó la mano y dijo: “Porque es un dolor y hay que abrazarlo”. El profesor, entonces, nos recordó el texto del Evangelio en el que Jesús muere en cruz y el centurión exclama: “¡Este hombre era realmente el Hijo de Dios!”. Para los judíos de su tiempo, Jesús era un maldito por Dios. La cultura y las creencias religiosas no le habían permitido reconocer la divinidad en ese hombre. En cambio, el centurión, un pagano, logró ver a Dios allá donde los ojos humanos de sus contemporáneos no habían podido descubrirlo. «Aquí no hay dolor  – sigue el profesor –, aquí está la Luz que deja ver y la Sabiduría que nos deja entender quién es Dios realmente: Aquél que se revela escondiéndose, que se vacía completamente de sí mismo para dejar que el otro surja, para dejar que el otro sea, porque es Amor. He aquí Jesús Abandonado». Esta nueva comprensión de Su identidad fue fulgurante para mí y me permitió encontrar el sentido y la pasión por el estudio. Para tratar de ofrecer, junto con los demás y a través de las distintas disciplinas – que son todas expresiones de esa única Sabiduría –, las respuestas a los problemas de nuestro mundo devastado, porque Jesús Abandonado es concreto, no es un concepto teórico y ni siquiera sólo espiritual. Entendí que el órgano del pensamiento es el corazón, ese corazón traspasado en cruz que nos permite ver a Dios y ser mirados por Él. Además, conocerlo mejor me ayudó a entender no sólo quién es Dios, sino quién soy yo: soy nada. Ante el Creador no puedo ser otra cosa que nada, sólo Dios es. Jesús en su abandono se convirtió en la clave de lectura de mi vida, de mi historia, y también de la historia de mi pueblo con sus miserias y riquezas. Y todo esto junto con el deseo de vivir y comprometerme por mi gente aprovechando de los dones que Él me ha dado. Esta visión de Jesús crucificado y abandonado es un don que Dios, a través de Chiara Lubich, le hizo no sólo al Movimiento de los Focolares, sino a la Iglesia y a toda la humanidad. Especialmente allá donde Dios está más ausente. Porque Él nos ha demostrado que el más lejano de Dios es el más íntimo a Él, como le pasó al centurión. Porque Jesús Abandonado no es sólo una “clave” para resolver nuestros problemas personales. Éste es sólo el primer paso, la premisa para luego donarlo, buscarlo y amarlo en los dolores de la humanidad.  

Palabra de vida – Marzo 2017

En muchos lugares del planeta hay guerras sangrientas que parecen interminables y que afectan a familias, tribus y pueblos. Gloria, de 20 años, cuenta: «Nos enteramos de que habían quemado un pueblo y muchas personas se habían quedado sin nada. Junto con mis amigos, organicé una recogida de cosas: colchones, ropa, alimentos; fuimos allá, y tras 8 horas de viaje encontramos a la gente destrozada. Escuchamos sus relatos, les secamos las lágrimas, los abrazamos, los consolamos… Una familia nos confió: «Nuestra niña estaba en la casa que nos quemaron y nos parecía haber muerto con ella. Ahora encontramos en vuestro amor la fuerza de perdonar a los hombres que lo han provocado». También el apóstol Pablo vivió su propia experiencia: precisamente él, el perseguidor de los cristianos (cf. Hch 22, 4ss.), se encontró en su camino, de un modo completamente inesperado, con el amor gratuito de Dios, quien luego lo envió como embajador de reconciliación en su nombre (cf. 2 Co, 5, 20). Así se convirtió en testigo apasionado y creíble del misterio de Jesús muerto y resucitado, que ha reconciliado al mundo consigo para que todos puedan conocer y experimentar la vida de comunión con Él y con los hermanos (cf. Ef 2, 13ss.). Y, a través de Pablo, el mensaje evangélico llegó y fascinó incluso a los paganos, considerados los más alejados de la salvación: ¡reconciliaos con Dios! También nosotros, a pesar de errores que nos desaniman o de falsas certezas que nos convencen de que no la necesitamos, podemos dejar que la misericordia de Dios –¡un amor exagerado!– nos cure el corazón y nos haga por fin libres de compartir este tesoro con los demás. Así contribuiremos al proyecto de paz que Dios tiene sobre toda la humanidad y sobre la creación entera, y que supera las contradicciones de la historia, como sugiere Chiara Lubich en un escrito suyo: «[…] En la cruz, en la muerte de su Hijo, Dios nos dio la prueba suprema de su amor. Por medio de la cruz de Cristo, Él nos ha reconciliado con Él. Esta verdad fundamental de nuestra fe conserva hoy toda su actualidad. Es la revelación que toda la humanidad espera: sí, Dios está cerca con su amor a todos y ama apasionadamente a cada uno. Nuestro mundo necesita este anuncio, pero lo podemos hacer si antes lo anunciamos una y otra vez a nosotros mismos, para así sentirnos envueltos por este amor incluso cuando todo nos llevaría a pensar lo contrario […] Todo nuestro comportamiento debería hacer creíble esta verdad que anunciamos. Jesús dijo claramente que antes de llevar la ofrenda ante el altar deberíamos reconciliarnos con una hermana o hermano nuestro si tienen algo contra nosotros (cf. Mt 5, 23- 24) […] Amémonos como Él nos amó, sin cerrazón ni prejuicios, sino abiertos a acoger y apreciar los valores positivos de nuestro prójimo, dispuestos a dar la vida unos por otros. Este es el mandato por excelencia de Jesús, el distintivo de los cristianos, tan válido hoy como en los tiempos de los primeros seguidores de Cristo. Vivir esta palabra significa convertirnos en reconciliadores»1. Viviendo así, enriqueceremos nuestros días con gestos de amistad y reconciliación en nuestra familia y entre las familias, en nuestra Iglesia y entre las Iglesias, en cualquier comunidad civil o religiosa a la que pertenezcamos. Letizia Magri 1 C. LUBICH, Palabra de vida, enero 1997: Ciudad Nueva 1997/1, p. 33.