«Amamos a Dios, al Padre, también dando de comer al hermano que tiene hambre. Todo el desarrollo de la literatura sobre este tema –especialmente de la gran literatura patrística- expresa una lucha contra el egoísmo de unos que provoca la miseria de otros, por lo tanto, una reconstitución de la humanidad violada y degradada debe comenzar por el principio: nutrir el estómago, para reconstituir ese cuerpo físico que también forma parte del Cuerpo místico. También él es Cristo vivo […]. No todos pueden hacer milagros –escribía San Agustín- pero todos pueden nutrir a los pobres. “No todos pueden decirle al paralítico: ¡Levántate y camina! Pero pueden decirle: Con la esperanza de que te puedas levantar, toma y come…”. Quien, pudiendo nutrir a los desnutridos, a los mal nutridos, a los hambrientos, no los ayuda, es, según el pensamiento de los Padres de la Iglesia, un homicida. Es más, es un deicida. Hace morir a Cristo. Quien, durante los años de la guerra, condena a los prisioneros a morir de hambre, renueva, desde el punto de vista del Evangelio, la crucifixión. Es un asesino de Dios, por decirlo de alguna forma. Las hordas de deportados, en medio de la nieve y del bochorno del verano, dentro de vagones blindados o en embarcaciones solitarias, cuya monotonía se ve interrumpida sólo por el colapso de los hambrientos, marcan el límite con el ateísmo práctico, aunque sea perpetrado en nombre de Dios. Por eso San Vicente de Paúl subía a las galeras de los cristianísimos reyes, donde los galeotes caían extenuados. De esta forma la obra de misericordia, reconstituyendo la justicia, se presenta no como mero suministro de alimentos o de dinero para comprarlos. “Las obras de misericordia no sirven de nada sin el amor”, dice San Agustín. “Y aunque repartiera todos mis bienes a los pobres, y diera mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, no sirve de nada” (1 Cor 13, 3), dice san Paolo (…). Las obras de asistencia social tienen poco significado para la vida religiosa, si quien las realiza no dona también ese alimento divino, ese ardor del Espíritu Santo, que es la caridad […]. La obra de misericordia es un deber moral y material. Nutriendo al que sufre, me nutro a mí mismo pues su hambre es mía y de todo el cuerpo social, del que somos parte orgánica. “Muchos, somos un sólo organismo”: Y no se puede herir un órgano para favorecer a otro. Actuando así se paga con revoluciones, desórdenes y epidemias, y después con el infierno. Tenemos la tentación de pensar que este precepto es más bien superfluo en una época en la que los trabajadores han alcanzado un cierto bienestar. En cambio nunca ha sido tan actual y tan difundido como en esta época de racionamiento, de campos de concentración, de deportaciones y de desocupación generalizada, de guerra y de postguerra (…) Una civilización que tolera al hambriento junto al Epulón es una civilización en pecado mortal (…). Si hay alguien que no tiene ración quiere decir que hay otro que tiene dos […]. Las obras de misericordia las justifica la realidad de la naturaleza humana y realizan el milagro de poner en circulación el amor haciendo circular el pan. El milagro que hace del don del pan una especie de sacramento social, a través del cual se comunica, mediante el amor, a Dios, y se nutre, junta al cuerpo, el alma». (de Igino Giordani, Il Fratello, Città Nuova 2011, pp. 64-67) Para informaciones: Centro Igino Giordani
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