Dolor compartido
Una compañera de mi trabajo perdió en un accidente a su padre y a su hermana. Conocía sólo de vista a la mamá. Sentí el impulso de ir a visitarla, pero entendí que no bastaba con una visita: tenía que hacer algo más. Pasé por el mercado y compré algo de comida y se la llevé. Pero no tenía el valor de hablarle ¿Qué le podía decir? ¿Cómo encontrar la forma de consolarla? Me llené de valor y fui a visitarla varias veces. Sabiendo que tenía necesidad de dinero, le llevé una pequeña suma. Después de algunos días la sentí más fuerte, con más confianza en la vida y agradecida por la amistad nacida a raíz de un dolor compartido. (P.G. – Bolivia)
Despido
En la empresa donde trabajaba desde hacía 25 años había llegado un nuevo director, joven y sin experiencia. Como portavoz de las aprensiones de los empleados tenía que evidenciar sus errores ante el consejo administrativo, del que formaba parte también su esposa. Corría el riesgo de perder el trabajo, pero consideraba que había que decir la verdad. Al mismo tiempo no quería romper la buena relación con ellos, por lo que trataba de buscar las palabras adecuadas para no empeorar la situación. Después de casi dos años transcurridos así, una mañana el director me comunicó mi despido. Aun sintiéndome afectado, le respondí que trataría de hacer mi parte hasta el último día. Poco antes de que terminara el plazo me ofreció que me quedara. Me dijo que la suya había sido una decisión apresurada. Como mientras tanto, con mi esposa habíamos decidido empezar una nueva empresa, le agradecí rechazando el ofrecimiento. El último día fue rico de sorpresas: la empresa organizó una fiesta con regalos y una carta de agradecimiento. También los obreros me expresaron su gratitud por lo que había hecho por ellos. (E.C. – Suiza)
En la lavandería
Hace unos días fui a la lavandería pública que está cerca de mi casa. Había buen sol y muchas mujeres lavaban. Estábamos charlando alegremente cuando llegó un anciano. Casi no veía. Tenía dos sábanas, una camisa y su turbante para lavar. Pidió que le diéramos un espacio. Ninguna quería moverse. Me dirigí a él: “Baba –le dije como se usa hacer con las personas ancianas-, dame tus cosas que yo te las lavo”. Las otras se pusieron a reír: “Con esa montaña de ropa que tienes, ¿no estarás hablando en serio?…”. Le repetí al Baba mi ofrecimiento y empecé a lavar sus sábanas. Estaba muy contento. Me dio una bendición paterna y, antes de irse, quiso dejarme a toda costa un pedacito de jabón que custodiaba celosamente. Ya ninguna reía: algo nuevo había sucedido. Había quien le prestaba la tina a la otra, quien pasaba la vasija llena de agua a quien estaba más lejos… Había empezado una cadena de colaboración. (F.N. – Paquistán)
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