Una escuela del Evangelio: una cita que se repite cada dos meses y que involucra a todo el pueblo, incluido el párroco y el Fon, el rey, la autoridad del lugar. ¿El programa? Profundizar un versículo del Evangelio, captando las facetas que se aplican mejor a la vida cotidiana, para tenerlo como hilo conductor hasta la próxima reunión. En cada reunión, dentro del espíritu de comunión, tratan de compartir cómo lograron ponerlo en práctica y se dan recíprocamente nueva fuerza para ir adelante con el experimento. Esta dinámica, comenzada en Fontem– la ciudadela de los Focolares de Camerún- por voluntad del Fon se reproduce también en Akum, otro pueblo de Camerún. En el comienzo, la participación es sobre todo femenina. Pero poco a poco participan cada vez más los hombres, quienes están realmente impresionados (aunque no lo admiten abiertamente) del cambio de las esposas. Tratemos de captar algo de sus propios relatos.
«Me llamo Suh Nadia – dice una chica-. Con algunos compañeros de escuela nos pusimos de acuerdo para unirnos a la oración mundial de los jóvenes de los Focolares que se llama Time-out. Al principio éramos seis, luego doce. En determinado momento lo supo el director, quien me llamó a la dirección. Pensaba: ahora nos va a castigar porque por algunos minutos interrumpimos el estudio. Me llené de valor y traté de explicarle la importancia que tenía esta oración. De hecho, aunque en Camerún hay paz, existen muchos países alrededor que están sufriendo por la guerra, por lo tanto debemos rezar por ellos. El director, después de haberme escuchado, me agradeció y me dijo que se ocuparía de modificar el horario de las clases para que todos los estudiantes puedan unirse a nosotros».
Ahora toma la palabra Evangeline: «Yendo a casa de mi tía, me di cuenta de que los vecinos maltrataban a una chica que estaba con ellos, que, para escapar, se había ido a dormir a la iglesia. Mientras la acompañaba a su casa casa el párroco trató de convencer a la familia para que la trataran bien. Pero apenas se fue el párroco, los dos comenzaron a gritarle. Ella lloraba fuerte. Me acerqué a ella, la escuché con amor y decidí hablar con su familia. Aunque mi tía me desanimaba, yo pensaba en lo que nos dice el Evangelio y entonces al día siguiente fui a conversar con esta familia. La señora me dijo que ella no era hija de ellos, sino que era una joven que trabajaba con ellos como enfermera. “Precisamente porque ella los ayuda – dije- tendrían que tratarla como a una hija”. La mujer no me prestaba atención pero el marido sí me escuchaba: “¿Quién eres?”, me preguntó, “¿Quién te envía?”. Cuando supo que había ido a esa casa por mi propia iniciativa, me agradeció y me prometió que no la iban a maltratar más. Después viendo que la chica no tenía casi nada de ropa para ponerse, le llevé algunos vestidos míos».
Verónica normalmente cocina también para su suegra. Un día la suegra le dice que por un problema en los ojos no logra ni siquiera ver lo que come y que tal vez sea mejor que no le lleve más la comida. Verónica consigue una consulta en el hospital y la noche anterior va a dormir con ella. En esa ciudad viven dos hijos de la señora, pero ellos no manifiestan interés por su madre. Los médicos deciden operarla enseguida y así Verónica, a pesar de sus compromisos de trabajo, se queda con ella en el hospital durante una semana. Volviendo a casa, ni siquiera los otros hijos de la señora se preocupan por su madre, de modo que Verónica sigue yendo a cuidarla y le lleva comida, sin importarle que los hijos van a ver a la madre sólo cuando está ella para aprovechar también ellos de la comida. «Es la cuarta vez que vengo a estas reuniones de ‘nueva evangelización’ – concluye Verónica- sólo trato de poner en práctica lo que aprendo aquí».
«Me quedaban solo 2000 francos cameruneses (frs) (unos 3 euros) y tenía que hacer las compras», cuenta Marie refiriéndose a la frase del Evangelio ‘Den y se les dará’. «Para ahorrar había ido al mercado que queda lejos, a seis millas. Me habían quedado 700 frs. Cuando, ya de regreso, me di cuenta de que no había comprado aceite. Decidí comprarlo cerca de mi casa: mis 700 frs me iban a alcanzar justo. Estaba por cruzar la calle cuando una chica me tocó el hombro y me pidió que la ayudara a comprar unas especias. Una voz dentro de mí me dijo: ¡dar!. Así fue que le pagué las especias: 250 frs. Con lo que me quedaba podía comprar medio litro de aceite. Pero un hombre que conozco me pidió que le comprara la sal: eran 100 frs. Finalmente se me acercó un muchacho y también él me pidió que le pagara las especias: otros 200 frs. Miré la plata que me quedaba en la mano: ya no me alcanzaba para comprar el aceite. Volviendo a casa le pedí a mis hijos que calentaran los recipientes para ver si salía todavía un poco de aceite, pero estaban completamente vacíos. Entonces les dije que fueran a la tienda a preguntar si nos podían dar un poco de aceite a crédito, pero no tenían. Tampoco mi vecina tenía para prestarme. ¿Cómo iba a hacer para cocinarle a mis hijos? En ese momento llegó el hijo de una querida amiga mía con una canasta en la cabeza. “Vine a verte”, me dijo, “Mi madre no pudo visitarte por la muerte de tu madre y ahora ella te manda esta canasta”. La abro y había nueces de coco, pescado seco y …. 5 litros de aceite!»
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