Biacout, como todas las aldeas libanesas que todavía no han sido sometidas a bombardeos está repleta de familias refugiadas de las regiones meridionales de Beirut, cristianas y musulmanas, sin distinción. Se trata de una pequeña urbanización piloto, nacida durante la guerra de los años ’80 por obra de personas voluntarias de los Focolares, con el fin de ser un oasis de paz y de convivencia. Hoy vive un nuevo rostro de su “vocación”.
En el Centro Médico Social, encontramos a Acia a quien conocimos hace 20 años cuando, con su familia y otro centenar de personas, escapó de su aldea en el sur de Líbano. La encontramos en una playa, sin casa, sin víveres, completamente desprovista. Estuvimos cerca de ella y a partir de entonces la relación se profundizó.
Hoy la historia vuelve a empezar de cero. Acia ha acogido en su casa a tres familias provenientes de su aldea, además de dos viejitos. Su situación precaria no le impide compartir todo con los demás. “Nos las arreglamos como es posible”, nos dice. “Menos mal que es verano. Los hombres duermen en la terraza. Pero tenemos necesidad de colchones y sobre todo de medicinas para los niños, para mi mamá y para mi suegra, y también para mi marido”. De hecho, hace un año más o menos a su marido se le diagnosticó una esclesosis muscular y está siempre en tratamiento. Después continua: “Hoy otras familias fueron acogidas por mi vecina. Están en condiciones pésimas. Tienen necesidad de todo”.
Compartimos lo que tenemos y seguimos nuestra visita. Llegamos a la Casa Notre Dame, que fue construida en plena guerra para ser un lugar de paz, de escucha, de intercambio. Sawsan, la maestra del preescolar, ha acogida a 8 familias musulmanas. Agradecen a “Allah” por estar aquí y esperan poder volver a encontrar sanos y salvos los familiares que viven cerca de la frontera.
“Esperamos que ‘Allah’ queme a todos aquellos que nos asesinan”, dice con rabia una de ellas. Pero enseguida: “Es más fuerte que yo, me caliento, me altera lo que esta sucediendo, pero sé que también los otros del otro lado sufren como nosotros por la furia de la guerra”. Fatmé recalca: “Todos somos hijos de Dios. Que Allah, el Omnipotente, calme los corazones y los espíritus y nos haga volver a encontrar la paz”.
En tanto llega Wardé, una joven cristiana escapada del sur durante la última guerra con el marido y los hijos, para refugiarse en Biacout. Últimamente había regresado al sur. “Henos aquí de regreso a Biacout. ¡Agradezcamos a Dios! Ninguno salió herido ni golpeado. Vivimos juntos, 3 familias. No tenemos nada y tenemos miedo de lo que está sucediendo y de lo que nos espera todavía”.
Mientras conversamos, veo entre las manos de algunas mujeres chiítas largos rosarios. Invocan a ‘Allah’ el Grande, alabándolo, dándole gracias. Y es con esta bellísima nota espiritual que nos despedimos.
Wardé nos acompaña, nosotros tratamos de compartir su angustia. Regresamos al auto: en el corazón permanece la dulzura de estos momentos transcurridos juntos en la Casa Notre Dame y el amargo grito de dolor que resuena por doquier.
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