Concluyendo el viaje del Papa Francisco en Tierra Santa, reportamos un escrito de Igino Giordani que expresa la gran conmoción y expectativa por aquellas jornadas verdaderamente históricas de cincuenta años atrás. Nuestro autor se compenetra en la peregrinación de Pablo VI dentro del marco más amplio del evento conciliar, que en aquéllos días concluía la segunda sesión de sus trabajos. Es extraordinaria la actualidad de los puntos de vista y de reflexión, muy en consonancia con el momento actual de la Iglesia. «Juan XXIII instauró un espíritu joven en la convivencia eclesial, y Pablo VI resume juvenilmente todos los aportes más espiritualmente innovadores, conduciendo con firmeza el Concilio hacia conclusiones vitales, para católicos y no católicos, para blancos y personas de color, para bautizados, judíos, paganos de cualquier país y casta. Su genial iniciativa de trasladarse a Tierra Santa muestra el espíritu con el cual espera lanzar un puente en el mundo. En Palestina, en Belén, en Nazaret, en Jerusalén, el Papa vuelve al origen: allá donde Jesús predicó la verdad simple, entera, el gran mandamiento nuevo, instituyó los sacramentos y dio su vida para devolvernos a nosotros la vida. En esa tierra, donde está el origen de la religión, no existen contrastes entre cristianos: los contrastes llegaron después. En el Cenáculo, alrededor de Pedro y María, los fieles formaban un corazón sólo y un alma sola: ellos escuchaban el testamento de Jesús para que fuesen “todos uno”. Y en cierto sentido, no hay contrastes ni siquiera entre cristianos, judíos y musulmanes, dado que para las tres religiones, esos lugares son sagrados. Pablo VI va a rezar a las iglesias y en monumentos, que los hombres han convertido en centros de discordia, sacando de recuerdos de paz y perdón noticias de conflictos armados y de odios fratricidas. Y en cambio el Santo Padre va a pedir inspiración para reencender fuerzas de renovación y de unión, desde el Cenáculo, donde Jesús proclamó la ley de la unidad y donde el Espíritu Santo animó a la primera Iglesia. Y con ella la unión y la paz, fruto de la renovación de los espíritus, que Juan XXIII recordó al mundo a través de la Encíclica Pacem in terris. “Veremos aquél suelo bendito, desde donde Pedro partíó y al cual no volvió nunca un sucesor suyo –escribe Pablo VI-: nosotros humildemente y brevísimamente volveremos allí como un signo de oración, de penitencia y de renovación espiritual para ofrecerle a Cristo su Iglesia; para convocar a ella, única y santa, a los hermanos separados; para implorar la divina misericordia en favor de la paz entre los hombres, la paz que en estos días aparece débil y vacilante; para suplicar a Cristo Señor por la salvación de toda la humanidad”. Así pues, los objetivos de la peregrinación son los objetivos del Concilio, que en la persona del Papa se traslada a Palestina: renovación, unidad, paz…. Su peregrinación, de oración y penitencia, es exclusivamente por motivos religiosos, señala la voluntad de la Iglesia de los pobres de referirse al fundamento de las virtudes evangélicas, condicionadas por la humildad; esa humildad que en la casita de Nazaret encontró la más pura expresión y la más conmovedora exaltación en el “Magnificat del Ancilla Domini”. Desde este fundamento floreció la caridad: Cristo, que da amor y quiere amor: “¿Me amas tú más que éstos?…”. Este amor más grande de Pedro, explica el acto de humildad por el cual Pablo VI pidió perdón a los hermanos separados, si hubo culpa de la parte católica, en el discurso a los observadores católicos del Concilio. Volver a los orígenes (…) es retomar fuerza: renacer»
Sanar las heridas que encontramos en los demás
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