En el 2010 fui enviado a la parroquia de Ste. Marie, cerca de Man, capital de Costa de Marfil. En aquel momento no conocía las tradiciones y la cultura africanas. En seguida me impactó la fuerza y la vitalidad de estas personas, a pesar de la gran pobreza y las consecuencias desastrosas de la guerra. Con el pasar del tiempo, aprendí a reconocer el miedo ancestral con respecto a los blancos. Para mí, sacerdote originario de Suiza, no se trataba tanto de ofrecer ayuda económica, sino de ponerme profundamente a escucharlos. Lo que podía ofrecerles era yo mismo, mi plena disponibilidad, la ausencia de pretensiones. Vivía en la Mariápolis Victoria, ciudadela del Movimiento de los Focolares, cerca de Man. Desde allí todas las mañanas, partía en bicicleta hacia mi barrio, iba a visitar a las personas a sus negocios, a las oficinas, por las calles. Saludaba a todos, pasando por las callejuelas y deteniéndome a conversar, a veces tratando de llevar la paz en medio de una discusión. A los niños les dedicaba una atención especial: hablaba y jugaba con ellos y si alguno se sentía mal lo llevaba al dispensario de la ciudadela. Lo mismo hacía con sus papás y parientes. Por este motivo casi todos los niños de la parroquia aprendieron a conocerme y a su vez, a presentarme a los adultos. En ocasión de las fiestas, atravesaba todo el barrio para llevar a las familias, cristianas y musulmanas, las felicitaciones. Así pude también hacer amistad con un Imán y con los Pastores de las iglesias Evangélicas. Un día se me acercó un joven de la parroquia. Quería hacer algo por los jóvenes de las aldeas, que debido a un malentendido pasado habían decidido no frecuentar más la Iglesia. Para sostener sus viajes los animé a hacer pequeñas actividades: un gesto de autofinanciamiento muy apreciado también por el obispo. A las once aldeas a las que fuimos, los jóvenes del lugar, después de haber sido sensibilizados, se dedicaron a visitar a los enfermos y ancianos. En el Año de la Misericordia, junto a los habitantes de la Mariápolis Victoria, apoyamos al obispo en los proyectos de la diócesis, hospedando un encuentro con los jefes tradicionales, los Pastores de las Iglesias evangélicas y los Imán. . La marcha por la fraternidad entre los pueblos que atravesó toda la ciudad concluyó en la ciudadela. Durante un período reemplacé al capellán en la cárcel civil. Durante las celebraciones trataba de subrayar la importancia de poner en práctica el Evangelio. A veces, les pedía a otras personas que me acompañaran, para que dieran su testimonio. Estas celebraciones se hacían bajo un cobertizo, en el patio, en medio de una gran confusión. Por eso me llevé un amplificador, y los invité a utilizarlo también cuando hacían otras actividades. Supe que después se lo prestaron a los musulmanes y que el Imán quedó impresionados por la generosidad, que definió como “típicamente cristiana”. Antes de irme quisieron organizar una fiesta de despedida; donde estuvo presente también la dirección de la cárcel. Me dijeron: «Has puesto en práctica lo que predicaste».
Ser madres/padres de todos
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