“Vivimos desde hace quince años en un condominio. Cuatro escaleras, ciento veinte apartamentos. Apenas nos casamos, quisimos establecer relaciones de buena vecindad y tal vez también transmitir con alegría nuestro estilo de vida, guiado por el Evangelio vivido. Pero, trabajando todo el día, no lográbamos ni siquiera ver a nuestros vecinos. Después del nacimiento de los niños, conocimos a otros padres con sus hijos en el parque o en el jardín comunal. Nació la idea de invitar a alguno de ellos a cenar, de aquí se sucedieron otras ocasiones de festejos y paseos al campo. La atmósfera de la vecindad por fin comenzaba a adquirir una relativa calidez.
A veces las relaciones se vuelven más abiertas cuando, habiendo superado la natural reserva, no solo se trata de dar, sino que también se encuentra el ánimo para pedir algo. Un día Marco estaba pasando unos cables a nuestro apartamento pero se dio cuenta que solo no podía hacerlo. Con un poco de humildad pidió ayuda al vecino de enfrente que acudió con amabilidad inesperada.
Un sábado de agosto especialmente tórrido y sofocante volvíamos a medianoche. Los niños dormidos eran como un peso muerto en nuestros brazos. Delante de la luz roja del ascensor dos parejas estaban esperando. No parecía que tuvieran la mínima intención de dejarnos pasar antes a nosotros, a pesar de “la carga”. Con ellos habíamos tenido discusiones, sobre la inoportunidad –según ellos- de dejar jugar a los niños –los nuestros- en el jardín comunal. Entraron en el ascensor. Mientras esperábamos para subir en nuestro turno, el ascensor se bloqueó y sonó la alarma. La escalera estaba prácticamente desierta, con este calor toda la gente está fuera de la ciudad. ¿Qué hacer? Llamar a los bomberos o a la asistencia, y luego llevar a la cama a los niños y ¿quedarnos tranquilos? En el fondo no nos habían tratado muy bien. Pero el aire dentro del ascensor se estaría volviendo muy caluroso. Marco corrió al local del motor y con mucho esfuerzo logra que el ascensor vuelva a la planta baja, liberando a los desdichados vecinos.
Una noche estamos cenando fuera con algunos de nuestros vecinos. En determinado momento sus padres, vecinos nuestros también, los llaman para avisarles que de su apartamento estaba saliendo agua. Nos precipitamos todos a casa. La puertita del lavarropa se había abierto y el agua seguía cargando sin parar. Resultado: dos centímetros de agua por todos lados, sin contar con el agua que estaba cayendo por las escaleras hasta la puerta de entrada. La situación parecía trágica pensando en los posibles daños para los vecinos de planta baja, que habían recién colocado el parquet. Nos ofrecemos a hacer dormir en nuestra casa a sus hijos. Los hombres comenzaron a empujar el agua fuera del balcón, las mujeres la recogían en baldes con los trapos de piso. Lo peor se había evitado, por suerte.
Una noche, mientras estoy ordenando el living, sentimos gritos espantosos que provienen del piso de abajo. En primer lugar pensamos en no meternos. Pero luego Marco baja. La puerta del apartamento está cerrada. Marco con temor entra. El hijo de 18 años está sujetado en el suelo por dos vecinos. El padre camina por la casa, con los ojos perdidos en el vacío. La madre se desespera y entre sollozos dice que el muchacho quería tirarse por el balcón. Otro vecino se cura con gasa la cara porque había recibido un puñetazo del muchacho, que mientras tanto sigue sobresaltado y maldiciendo con los ojos desencajados y baba en la boca. Ayudamos como podemos, sobre todo consolando a los padres y esperando juntos a la ambulancia para llevar al muchacho al hospital pues estaba con una sobredosis de estupefacientes. También esto puede ocurrir en un condominio”. (Anna María y Marco, Italia)
Tomado de: Una buona notizia. Gente che crede gente che muove – Città Nuova Editrice, 2012
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