En otoño de 1967, en la sede del Movimiento de lo Focolares en Rocca di Papa, Giordani presidió un congreso de expertos en ecumenismo. Estaba presente el archimandrita mons. Eleuterio Fortino, quien más adelante ofreció el siguiente testimonio: «En ese congreso Giordani, con su serenidad interior, logró apaciguar los acentos airados del debate y aclarar los aspectos teológicos y pastorales del decreto del Vaticano II Unitatis redintegratio (1964), dejando caer las últimas resistencias de los opositores italianos a la oración común entre todos los cristianos en la Semana para la unidad de las Iglesias».
Por su parte, ya desde 1940 Giordani seguía esta Semana, la cual, queriendo ser precisos, es un Octavario: del 18 al 25 de enero. Él mismo nos lo explica en un escrito de ese año, en el que, entre otras cosas, puntualiza el sentido de las dos fechas: la primera es la fiesta de la cátedra de San Pedro en Roma y la segunda la conversión de San Pablo.
«La práctica de la Octava por la unidad, que congrega a millones de cristianos a los pies del único Padre para dirigirle una única y coral petición, a saber, que vuelvan a ser todos uno, ya es de por sí un inicio de la unidad, además de representar el encaminarse en la justa dirección. Durante los preparativos de esta Octava se esparció la noticia, al inicio muy imprecisa, de que en un monasterio de monjas trapenses cerca de Roma, se oraba con una especial intensidad por la cesación de las divisiones entre los cristianos, cuyo rostro – que es un rostro de Cristo sangrante – no tendría que dejarnos indiferentes.
Me llegó la noticia de que, en esa Trapa, una humilde monja, María Gabriela, se había ofrecido como víctima por la unidad de la Iglesia y que su inmolación había impresionado profundamente una comunidad de hermanos separados en Inglaterra. La noticia, aún muy vaga, ensanchaba inmensamente – al menos ante mis ojos – el horizonte del movimiento unitario y abría perspectivas nuevas, en las que, como un jirón azul entre las hendiduras de la tempestad, se asomaba el cielo sobre la humanidad litigante. En fin, ponía la Octava y sus objetivos en su verdadera luz. Ahora bien, estas monjas probablemente ignoraban completamente todos aquellos debates, equipos y comités, y en todo caso – sin quitarle ninguna validez de esos congresos internacionales – ellas no consideraban que fueran de su competencia. Poniéndose ante el problema de la escisión, ellas lo habían contemplado con sencillez, a la luz de la Regla, que nunca se desvía: es decir vieron que la unidad había que buscarla allá donde está: en la fuente, en la matriz. En otras palabras había que pedírsela al Padre, en quien – como se nos enseña la parábola del Hijo pródigo – y sólo en quien los hermanos se unen. Esto significa que estas humildes criaturas, que no encontraremos en ningún congreso, vieron en seguida lo que era necesario hacer y pusieron en el recto camino el movimiento por la unidad. […]. La unidad no es obra de hombres sino de Dios: no es de estudio, sino de gracia. Acepta, Padre, estas ofertas puras, antes que nada por tu Iglesia, para que te dignes purificarla, custodiarla y unificarla…».
De “Il percorso ecumenico di Igino Giordani” de Tommaso Sorgi – extraído de Nuova Umanità, n. 199 – enero/febrero 2012.
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