(da sinistra) Anna Fratta y Barbara Schejbal con Juan Pablo II
«Recuerdo el primer encuentro, en los años 60, con el entonces cardenal Wojtila, cuando fuimos a presentarnos. El Movimiento de los focolares en Polonia estaba comenzando. Me impresionó su humanidad, su capacidad de escucha, el respeto hacia cada uno, que te hacía sentir enseguida a gusto. Nos escuchó con mucho interés, recogido en un silencio profundo. Se intuía que estaba impresionado por la grandeza del
carisma que estaba en la base del Movimiento.
Nos animó a ir adelante: “La gracia para llevar adelante el Movimiento la tienen ustedes, el carisma les ha sido dado a ustedes, no les pongo al lado un sacerdote. Nosotros podríamos estropearlo todo. Hagan, vivan y luego, me cuentan…”. Para entender el significado de estas palabras, que expresaban su confianza en el carisma de Chiara Lubich, es necesario pensar que en Polonia, entonces, todo estaba guiado por la Iglesia Institucional: como cabeza de cada grupo había siempre un sacerdote. Y esta confianza no disminuyó nunca. Nos ha seguido siempre con estima, respeto y amor.
Permanece aún vivo en mí el último encuentro con él, en septiembre de 1978, poco antes que fuera elegido Papa. Vino a vernos a la tarde. Teníamos un encuentro con algunas familias, en un convento de monjas. Eran los tiempos del régimen comunista y el Movimiento tenía que moverse con prudencia en la ‘clandestinidad’. El Cardenal estaba visiblemente cansado pero quería estar entre nosotros. Estaba impresionado por la atmósfera, por las experiencias que algunas parejas contaron, tanto que en un momento dice, entre otras cosas:
“Ustedes han puesto en el centro el hombre con su dignidad. Su carisma tienen las raíces en el Evangelio. Aquí se siente que el Espíritu Santo actúa…” Cuando estaba aún en Cracovia, Karol Wojtila conocía a Chiara Lubich sólo a través de sus escritos. Enseguida después de su elección quiso encontrarla. En aquel día, me encontraba en Italia y recibo una llamada de teléfono: era el secretario del Papa, Stanislao Dziwisc, que yo conocía muy bien. Me dice que el S. Padre nos invita a su misa, a Chiara y a mí, al día siguiente a las 7.
Aquella mañana salimos prontísimo, Chiara, Eli Folonari y yo, emocionadas, se entiende Cuando llegamos estaban aún los andamios para el cónclave, y tuvimos que dar una larga vuelta para llegar al apartamento del Papa. Tengo aún en el alma aquella Misa, en la pequeña capilla privada del Papa. Había un recogimiento, una atmósfera particular, una presencia de Dios. Estábamos nosotras tres, el Papa con don Stanislao, y dos o tres monjas polacas.
Después de la Misa, el Santo Padre saludó a Chiara. Recuerdo aún con qué respeto, que estima y que amor se dirigió a ella. La pidió que le consiguiera un mapa donde estuvieran señalados los lugares donde estamos: “Así, dice, ¡sé dónde apoyarme!”. Fue el
inicio de una amistad, de una unidad siempre más fuerte entre dos personas llamadas por Dios para hacer obras grandes, dos personas a las que Dios dio dos dones para la Iglesia y para la humanidad entera”
De Anna Fratta
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