Era un marido poco presente en casa: mi trabajo comportaba ausencias prolongadas. Cuando llegaron los hijos, después de un tiempo, mi esposa dejó el trabajo. Todo parecía haberse equilibrado y era más fácil de manejar, en cambio precisamente en ese momento empecé a notar un cambio en ella: dificultades de comunicación, distanciamiento, nuestra vida afectiva empeoraba en la medida en que ella se alejaba de mí. Hasta que llegué a pensar que nuestro destino era como el de muchas parejas que llegan al punto de no tener nada que decirse.
Me culpaba por estar poco en casa, trataba de hablarle, pero nos evitábamos: una total incomunicación. Con amigos o familiares no podíamos contar. Después de un año me había convencido de que la cosa mejor era separarnos. Hasta que un día ella me dijo: «Tenemos que hablar». Empezó un discurso delirante. Una banal discusión con la mamá de un compañero de la escuela de nuestro hijo para ella había sido devastadora. Se sentía amenazada, en una situación sin salida. Quedé estupefacto: «Estás interpretando en forma errada los acontecimientos, las cosas que piensas no son reales». Su reacción fue muy negativa; según ella no quería comprender la situación. Traté de convencerla de que fuera al médico, pero respondía que no estaba loca. Después de algún tiempo nos dirigimos a un psiquiatra. El objetivo de las sesiones era convencerla de que las fantasías eran producto de alteraciones electroquímicas del cerebro, que se resolverían con algunas medicinas. Después de mucha insistencia empezó a tomas los medicamentos.
Me encontraba delante de una enfermedad de la que no sabía nada. Ella era diferente de la persona con la que me había casado, los hijos sufrían y el túnel parecía sin salida. Fuimos también donde un psicoanalista, pero sin abandonar los fármacos, por lo tanto las dos terapias, la analítica y la farmacológica procedían en forma paralela. Siguieron una serie de desilusiones. Además ella se estaba engordando, por lo que fue en vano a centros dietéticos llenos de profilácticos. Descubrí con estupor e indignación, un increíble mundo de charlatanes que se aprovechaban de estas situaciones. Decidí estudiar el tratado de psiquiatría que usaba mi hijo en la universidad para entender la situación. Ella estaba contenta viendo mi empeño de ayudarla, quería curarse, aunque consideraba reales sus delirios. Al final encontramos una buena psiquiatra, comprometida socialmente. Estaba convencida de que la cosa mejor era la socialización, por lo que mi esposa conoció otras personas que vivían problemáticas análogas y la cosa le sirvió. Siguieron períodos de relativa atenuación de la enfermedad y períodos más graves, en donde cambiaba su aspecto, lloraba, estaba siempre en la cama, descuidaba la casa.
Para mí era el período más fuerte en el trabajo, desde hacía poco había asumido una dirección. Varias veces tuve la tentación de irme, probablemente llevándome los hijos. Lo que me hizo quedarme fue el amor por ella y, sobre todo por mis hijos. Después la situación se agravó y por primera vez tuve que internarla un mes. Cambié mi cargo en el trabajo de director a uno como consultor, para tener más flexibilidad de tiempo. Una elección dolorosa desde el punto de vista profesional, pero descubrí en ella elementos positivos que había subvalorado: era capaz de afrontar la situación en una relación casi de complicidad con mis hijos, trababa de hacerle sentir a mi esposa que era la persona más importante de mi vida. Un apoyo importante lo recibí de mis amigos focolarinos.
Una noche intentó suicidarse. Después un nuevo internamiento hizo que una doctora asumiera con especial atención su caso. Desde entonces, sobre todo por la capacidad de la psiquiatra de atender a mi esposa ajustándole siempre la terapia, las cosas mejoraron. Poco a poco hemos vuelto a encontrar un equilibrio, ella ha vuelto a encargarse de la casa, sale conmigo o con otras personas y afronta el mundo hostil que ella tanto temía. Y dado que las ideas delirantes vuelven, tratamos de mantener su cabeza siempre ocupada.
Su sufrimiento me ha hecho madurar. Era y sigo siendo no creyente, pero he aprendido a distinguir el plano ético del metafísico. El plano ético es el de la relación con el otro, que va más allá de cualquier credo, se refiere a la humanidad, y puede darnos la clave para vivir serenamente. En cambio antes de la enfermedad le daba prioridad al plano metafísico, el de las ideas y convicciones, y terminaba criticando a las personas que no pensaban como yo. Ahora, al separar los dos planos, soy libre de relacionarme con todos. Esto es importante también en la relación con mi esposa. Con respecto al futuro, soy consciente que tendré que manejar esta situación durante toda mi vida, me espero recaídas, pero ahora sé cómo afrontarlas.
A cargo de Pietro Riccio (Tomado de Città Nuova, n. 19 – 2012)
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