Llevado al exilio en Babilonia, el pueblo de Israel lo ha perdido todo: su tierra, a su rey, el templo, y con él la posibilidad de dar culto a su Dios, lo cual lo había empujado a salir de Egipto en el pasado.
Y he aquí que la voz de un profeta hace un anuncio sorprendente: es hora de volver a casa. Una vez más, Dios intervendrá con poder y llevará de nuevo a los israelitas cruzando el desierto hasta Jerusalén. Y de ese evento prodigioso serán testigos todos los pueblos de la tierra:
«Los confines de la tierra verán la salvación de nuestro Dios».
También hoy la crónica está llena de noticias alarmantes: personas que se quedan sin trabajo, salud, seguridad ni dignidad; jóvenes que ven peligrar su futuro a causa de la guerra, de la pobreza provocada por los cambios climáticos en sus países; pueblos que ya no tienen tierra ni paz ni libertad.
Un escenario trágico afecta a todo el planeta, nos deja sin aliento y ensombrece el horizonte. ¿Quién nos salvará de la destrucción de todo lo que creíamos poseer? La esperanza parece fuera de lugar. Y sin embargo, el anuncio del profeta es también para nosotros:
«Los confines de la tierra verán la salvación de nuestro Dios».
Su palabra revela la acción de Dios en la historia personal y colectiva e invita a abrir los ojos a los signos de este proyecto de salvación. De hecho esta ya está actuando en la pasión educativa de una maestra, en la honestidad de un empresario, en la rectitud de una administrativa, en la fidelidad de los esposos, en el abrazo de un niño, en la ternura de un enfermero, en la paciencia de una abuela, en la valentía de hombres y mujeres que se oponen pacíficamente a la criminalidad, en la acogida de una comunidad.
«Los confines de la tierra verán la salvación de nuestro Dios».
Se acerca la Navidad. En el signo de la inocencia desarmada del Niño, podemos reconocer una vez más la presencia paciente y misericordiosa de Dios en la historia humana y testimoniarla con nuestras decisiones a contracorriente:
«[…] en un mundo como el nuestro, en el que se teoriza sobre la lucha, la ley del más fuerte, del más astuto y del que no tiene escrúpulos, y donde a veces todo parece paralizado por el materialismo y el egoísmo, la respuesta es el amor al prójimo. Esta es la medicina que le puede devolver la salud. […] Es como una ráfaga de calor divino que se irradia y se propaga, penetrando en las relaciones entre una persona y otra, entre un grupo y otro, y transformando poco a poco la sociedad» [1].
Como para el pueblo de Israel, también para nosotros ha llegado el momento de ponernos en camino; es la ocasión propicia para dar un paso adelante con decisión hacia todos aquellos –jóvenes o ancianos, pobres o
migrantes, parados o sin techo, enfermos o presos– que esperan un gesto de atención y de cercanía, testimonio de la presencia dócil, pero eficaz del amor de Dios en medio de nosotros.
Hoy, los confines hasta los que hay que llevar este anuncio de esperanza son sin duda los geográficos, que tan a menudo se convierten en muros o dolorosas líneas de guerra; pero también los culturales y existenciales. Además, una aportación eficaz para superar la agresividad, la soledad y la marginación puede provenir de comunidades digitales, encarnadas en muchos casos por jóvenes.
Como escribe el poeta congoleño Henri Boukoulou: «¡Oh, divina esperanza! He aquí que en el sollozo desesperado del viento se esbozan las primeras frases del más hermoso poema de amor. ¡Y mañana es la esperanza!» [2]
Letizia Magri y el equipo de la Palabra de Vida
[1] C. LUBICH, Palabra de vida de mayo de 1985: Palabras de Vida/1 (1943-1990) (ed. F. Ciardi), Ciudad Nueva, Madrid 2020, pp. 339-340.
[2] Cf. AA.VV. Poeti Africani Anti-Apartheid, I vol., Edizioni dell’Arco, Milano, 2003.
Foto: © Ryutaro – Pexels



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