Movimiento de los Focolares

Noviembre 1999

Oct 31, 1999

«Felices los que tienen el corazón puro» (Mt 5,8)

La predicación de Jesús se inicia con el “sermón de la montaña”. Delante del lago de Tiberíades, sobre una colina junto a Cafarnaún, sentado, como era costumbre de los maestros, Jesús anuncia a la multitud el hombre de las bienaventuranzas. La palabra “bienaventurado”, feliz, dichoso, es decir, la exaltación de aquel que realizaba, de distintas maneras, la Palabra del Señor, se encuentra más de una vez en el Antiguo Testamento.
Estas bienaventuranzas de Jesús hacían recordar las que los discípulos ya conocían, pero por primera vez escuchaban que los puros de corazón no sólo eran dignos de subir a la montaña del Señor, como cantaba el salmo (1), sino que incluso podían ver a Dios. ¿De qué pureza, tan alta, se trataba, para merecer tanto? Jesús lo explicaría varias veces en el curso de su predicación. Tratemos entonces de seguirlo para comprender, en su origen, la auténtica pureza.

«Felices los que tienen el corazón puro».

Antes que nada, a criterio de Jesús, hay un medio de purificación por excelencia: “Ustedes ya están limpios por la palabra que yo les anuncié” (2). Es decir, no son tanto los ejercicios rituales los que purifican el alma, sino su Palabra. La Palabra de Jesús no es como las palabras humanas. En ella está presente Cristo, tal como, de otra manera, lo está en la Eucaristía. Por ella Cristo entra en nosotros y, en la medida que la dejamos actuar, nos hace libres del pecado y, por lo tanto, puros de corazón.
Por lo tanto la pureza es fruto de la Palabra vivida, de todas esas Palabras de Jesús que nos liberan de los llamados apegos, en los que necesariamente se cae si no se tiene el corazón en Dios y en sus enseñanzas. Apegos que pueden referirse a las cosas, a las criaturas, a sí mismo. Pero si el corazón se orienta a Dios solamente, todo lo demás cae por su propio peso.
Para triunfar en este propósito puede ser útil, repetirle a Jesús, a Dios, a lo largo del día, esa invocación del salmo que dice: “¡Eres tú, Señor, mi único bien!” (3). Hagamos la prueba de repetirlo a menudo y, sobre todo, cuando los distintos apegos querrían arrastrar nuestro corazón hacia imágenes, sentimientos y pasiones que pueden enturbiar la visión del bien y quitarnos libertad.
¿Nos sentimos inclinados a mirar ciertos afiches publicitarios, a seguir ciertos programas televisivos? No, digámosles: “¡Eres tú, Señor, mi único bien!”, y habremos dado el primer paso para salir de nosotros mismos, volviendo a declararle nuestro amor a Dios. Así habremos adquirido la pureza.
¿Advertimos que a veces una persona o una actividad se interponen, como un obstáculo, entre Dios y nosotros, enturbiando nuestra relación con él? Es el momento de repetirle: “¡Eres tú, Señor, mi único bien!”. Esto nos ayudará a purificar nuestras intenciones y volver a encontrar la libertad interior.

«Felices los que tienen el corazón puro».

La Palabra vivida nos hace libres y puros porque es amor. Es amor que purifica, con su fuego divino, nuestras intenciones y todo nuestro mundo íntimo porque, según la Biblia, el corazón es la sede más profunda de la inteligencia y de la voluntad.
Pero hay un amor que Jesús nos pide y que nos permite vivir esta felicidad. Es el amor recíproco, de quien está dispuesto a dar la vida por los demás, a ejemplo de Jesús. Este amor crea una corriente, un intercambio, un clima en el que la nota dominante es precisamente la transparencia, la pureza, por la presencia de Dios, que es el único que puede crear en nosotros un corazón puro (4). A través de la vivencia del amor recíproco la Palabra actúa con sus efectos de purificación y de santificación.
El individuo aislado es incapaz de resistir por mucho tiempo a las solicitudes del mundo, mientras que en el amor recíproco encuentra el ambiente sano, capaz de proteger su pureza y toda su auténtica existencia cristiana.

«Felices los que tienen el corazón puro».

Este es el fruto de esa pureza, siempre reconquistada: se puede “ver” a Dios, es decir, comprender su acción en nuestra vida y en la historia, sentir su voz en el corazón, reconocer su presencia allí donde está: en los pobres, en la Eucaristía, en su Palabra, en la comunión fraterna, en la Iglesia.
Es un empezar a gustar la presencia de Dios que comienza ya en esta vida, mientras “caminamos en la fe y no vemos todavía claramente” (5), hasta que “veamos cara a cara” (6) eternamente.

Chiara Lubich

1 Cf. Sal 24,4;
2 Jn 15,3;
3 Cf. Sal 16,2;
4 Cf. Sal 50,12;
5 2Cor 5,7;
6 1Cor 13,12

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