Movimiento de los Focolares

Ortodoxa, de tradición y en la vida

Oct 24, 2015

La historia de Lina, de la Iglesia Ortodoxa de Chipre, el descubrimiento de un cristianismo que va más allá de la forma.

Nicosia_Cyprus«Vivo en Nicosia (Chipre). Nací y crecí en una familia que era ortodoxa más bien de nombre… No había profundidad, ni una relación con Jesús. Al contrario. Dios era el aliado y el monopolio de nuestros padres en los casos en que nosotros debíamos obedecer a sus órdenes. Cuando terminé el colegio, gané una beca para estudiar Odontología en Budapest, Hungría. Fue difícil adaptarme a esta nueva realidad: por primera vez estaba sola, lejos de mi familia, tenía que acostumbrarme a vivir con personas desconocidas. En aquélla época no existía el espíritu multicultural que existe ahora. Estaba llena de prejuicios y en una actitud de rechazo. Ese año experimenté grandes desilusiones, también en relación con mis amigos. Mientras tanto dentro mío comenzó una búsqueda profunda de una vida más auténtica. En la nueva universidad conocí a una chica húngara. Me impresionaba su alegría y también su forma de acoger a todos. Se había incluso ofrecido a ayudarme con el idioma húngaro. Desilusionada de las amistades anteriores, su modo de actuar me produjo curiosidad. Me preguntaba: ¿será sincera o estará fingiendo? Pero… comencé a confiar en ella. Compartíamos todo: alegrías, dolores, fracasos. También los bienes materiales. Cuando ella viajaba a ver a su familia, a un pueblito que quedaba a 50 km de Budapest, me invitaba a ir con ella, para que yo no sintiera la ausencia de mi familia. Ellos eran campesinos, existía un gran amor entre ellos y una cálida hospitalidad. Pero me hacía una pregunta: cada día a una hora determinada y una tarde por semana, ella desaparecía sin dar explicaciones. ¿Dónde iba? Yo sólo sabía que ella se reunía con otras amigas. Se trataba –después lo descubrí- de otras chicas que formaban parte del grupo de las jóvenes de la comunidad de los Focolares que estaba naciendo en Hungría. En aquella época – se vivía bajo el régimen socialista-, cualquier persona que descubrieran que estaba involucrada en un movimiento religioso era perseguida con graves consecuencias, como por ejemplo la pérdida del trabajo o del cupo en la Universidad. Un día, sin embargo, ella sintió que podía confiar en mí. Me contó cómo había conocido el Movimiento de los Focolares. Un sacerdote de su pueblito le había contado la historia de Chiara Lubich, una joven como nosotros, de nuestra edad, y cuánto la había impresionado el hecho de que ella, durante la Segunda Guerra Mundial, viendo que en la vida todo se destruía bajo las bombas y no dejaba en pie ningún ideal, quiso que Dios fuera el ideal de su vida y vivir según Su voluntad. Y me explicó que se encontraba con estas amigas, y que juntas trataban de poner a Dios en el primer lugar de su vida, viviendo cada día la palabra de Vida, una frase del Evangelio con una explicación de Chiara; después se intercambiaban las experiencias de la vida cotidiana para ser ¡¡un don una para la otra!! Todo esto me impresionó profundamente. Comencé a leer el Nuevo Testamento que nunca había abierto antes de ese momento, y esto fue decisivo para mi futuro. La vida comenzó a cambiar. A cada persona que encontraba durante el día no podía ignorarla ni juzgarla, ni mucho menos menospreciarla porque en mí había entrado otra mentalidad: todos somos hijos de un Único Padre y por lo tanto hermanos entre nosotros. Cada persona era candidata a la unidad (pedida por Jesús: Padre, que todos sean uno): ya fuera buena, mala, fea, antipática, grande o pequeña. Dentro de mí se despertó la teología patrística vivida, y en especial aquél: “Veo a mi hermano, veo a mi Dios” de San Juan Crisóstomo. Comenzaron a derribarse los muros de los prejuicios que tenía dentro. Comprendí que el Evangelio no era algo que sólo se lee en la iglesia y nada más, sino que podía ocasionar una revolución, si lo tomábamos en serio y lo transformábamos en vida en todos lados: ¡en la universidad, en la fábrica, en el hospital, en la familia! Dentro de todo este entusiasmo y alegría que ya inundaba mi vida, existía un gran dolor: las otras chicas eran todas católicas y yo era la única ortodoxa. Ellas asistían cada día a la Santa Misa. Tenía el gran deseo de estar con ellas en ese momento pero me sugirieron que buscara mi iglesia ortodoxa allí en Budapest, para poder ir a la Liturgia y recibir la Eucaristía. Esta separación era dolorosa, pero Chiara invitaba a los miembros del Movimiento que pertenecían a otras Iglesias cristianas a amar su propia iglesia, así como ella había hecho con la suya. Esta explicación me dio una gran paz y una vez más confirmé en mí que la sabiduría, el amor y la discreción que Chiara tenía hacia los creyentes de otras Iglesias no podía ser otra cosa que un fruto de una intervención de Dios en nuestra época. Encontré la Iglesia Ortodoxa, y la empecé a conocer. Iba todos los domingos y con la bendición del sacerdote podía tomar la comunión cada vez que había liturgia. En este nuevo comienzo no me dejaron nunca sola. Muchas veces las otras chicas católicas venían conmigo. La vida litúrgica y sacramental ya no era algo formal, sino la forma de cultivar mi relación de amor con Jesús, la activación de la gracia de Dios en mi corazón y esto me ayudó en la lucha cotidiana y multiplicó los frutos del amor, de la alegría y de la paz dentro de mí». Experiencia contada en Estambul, el 14 de marzo de 2015, en ocasión de la presentación de los primeros libros de Chiara Lubich traducidos al griego.  

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