Provengo de un contexto familiar de división; nací de una relación extra-matrimonial de mi padre. Por ello mantuve en secreto mi existencia y durante mucho tiempo sentí, sobre todo siendo niña, un temporáneo abandono de su parte.
Sentía que mi historia tenía algo que quedaba en la oscuridad. Lo que no sabía era que Jesús iniciaría un proceso de conversión radical en la vida de mi padre, que lo llevaría a ser un pastor pentecostal.
Mi historia y el sentido de abandono podrían haber sido, sin duda, un motivo para alejarme de la fe. Sin embargo, no fue lo que sucedió. Frente a la experiencia del abandono, no podía dejar de interrogarme acerca de ese amor que, incluso frente al dolor de una niña, había alcanzado la vida de mi padre. A veces me preguntaba: “¿Qué tipo de amor es éste, que es capaz de atravesar el dolor que estoy sintiendo?”. Cuando tenía 16 años, durante un crucero por la finalización de mis estudios secundarios, encontré ese amor. Una noche, sentada en la parte superior del buque, la voz del Señor habló claramente a mi corazón: “No has nacido para hacer lo que hacen tus amigos, Mayara, tú eres mía”. Gracias a lo que empezó allí, me volví una joven pentecostal convencida.
Cuando tenía 19 años, entré a la Pontificia Universidad Católica de San Pablo (Brasil) para estudiar teología. Tras una historia que sólo el Espíritu puede escribir, llegué a ser presidente del Centro académico y de la Comisión estudiantil de teología del Estado de San Pablo. Era muy amiga de algunos seminaristas, y tuve contactos con varias diócesis y órdenes religiosas; algunos sacerdotes visitaban mi casa a menudo. Al comienzo, mi madre bromeaba: “Nunca me hubiera imaginado tener a tantos sacerdotes en mi casa, Mayara”.
Por esa experiencia decidí escribir mi tesis final sobre la unidad de los cristianos, pero cuando empecé a pensar en qué camino tendría que seguir, se dieron muchas cosas que me llevaron a reflexionar sobre mi historia familiar; atravesé un profundo proceso de perdón y reconciliación. Y así, mientras perdonaba, escribía. En todo momento, mi memoria me recordaba cuánto puede doler tener una familia dividida, pero fue en esos momentos cuando el Señor también me preguntó: “¿Y mi familia, la Iglesia?” Podía, y sentí que era necesario, unir mi abandono al de Jesús.
«Decidí escribir mi tesis final sobre la unidad de los cristianos (…), y se dieron muchas cosas que me llevaron a reflexionar sobre mi historia familiar; atravesé un profundo proceso de perdón y reconciliación».
Nella foto: Mayara durante el Congreso Ecuménico
en Castel Gandolfo (Roma, Italia) en el mes de 2025

Partiendo del patrimonio común de la Sagrada Escritura, concluí esa etapa tan sufrida escribiendo sobre el tema: “El Espíritu y la Esposa dicen: ¡ven!” La figura de la Esposa como respuesta profética a la unidad de la Iglesia”. Fue ese paso el que me condujo al diálogo católico-pentecostal: a la Comisión para la unidad de la Renovación carismático-católica de San Pablo y a la
Como encargados que somos de ser “peregrinos de la esperanza”, quisiera concluir todo esto que les he compartido con una frase que mi padre dice cuando cuenta la historia de nuestra familia. Repite innumerables veces que ella nació entre dolores y heridas, pero inundada por el amor infinito de Dios; se trata de la tribulación que se ha convertido en vocación”. Cuando mi padre vislumbra esa realidad, cita siempre la carta de San Pablo a los Romanos: “Allí en donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia de Dios” (
Mayara Pazetto
Foto: © CSC Audivisivi
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