Movimiento de los Focolares

Septiembre 2014

«Acójanse mutuamente, como Cristo los acogió para gloria de Dios»

Estas palabras de san Pablo nos recuerdan uno de los aspectos más conmovedores del amor de Jesús: el amor con que Jesús acogió a todos durante su vida terrena, de modo particular a los más marginados, los más necesitados, los más alejados. Es el amor con el que Jesús ofreció a todos su confianza, su familiaridad, su amistad, abatiendo una a una las barreras que el orgullo y el egoísmo humano habían erigido en la sociedad de su tiempo. Jesús fue la manifestación del amor plenamente acogedor del Padre celestial por cada uno de nosotros y del amor que, en consecuencia, deberíamos tener unos por otros. Esta es la primera voluntad del Padre sobre nosotros; por ello no podríamos dar mayor gloria al Padre que la que le damos al procurar acogernos mutuamente tal como Jesús nos acogió a nosotros.

«Acójanse mutuamente, como Cristo los acogió para gloria de Dios »

¿Cómo viviremos, pues, la Palabra de vida de este mes? Esta concentra nuestra atención sobre uno de los aspectos de nuestro egoísmo que se da con más frecuencia y –digámoslo también– más difíciles de superar: la tendencia a aislarnos, a discriminar, a marginar, a excluir al otro porque es distinto de nosotros y podría perturbar nuestra tranquilidad. Para ello trataremos de vivir esta Palabra de vida ante todo dentro de nuestras familias, asociaciones, comunidades y grupos de trabajo, eliminando en nosotros los juicios, las discriminaciones, las reservas, los resentimientos, la intolerancia hacia este o aquel prójimo, tan fáciles y tan frecuentes, que tanto enfrían y comprometen las relaciones humanas y que impiden el amor recíproco bloqueándolo como la herrumbre. Y luego, en la vida social en general, proponiéndonos dar testimonio del amor acogedor de Jesús hacia cualquier prójimo que el Señor nos ponga al lado, especialmente aquellos que el egoísmo social tiende más fácilmente a excluir o marginar. Acoger al otro, al que es distinto de nosotros, es la base del amor cristiano. Es el punto de partida, el primer peldaño para construir esa civilización del amor, esa cultura de comunión a la que Jesús nos llama sobre todo hoy.

Chiara Lubich

También enfermos podemos amar

También enfermos podemos amar

El año pasado, estuve en tratamiento oncológico por un nuevo cáncer.  Anímicamente, esta vez fue peor que la primera: dolor y desesperanza. Era duro aceptar de nuevo la enfermedad después de casi cinco años. Las ocho sesiones de quimioterapia duraron seis meses, luego descansé un par de meses antes de las 25 sesiones de radioterapia. Tenía que ir a un hospital a unos 30 km de mi domicilio. En varias ocasiones me acompañaron unas amigas, pero era complicado, pues a veces podía demorarse dos o tres horas, por lo que la mayoría de las veces fui sola. Me llevaba algo para leer, o música o cualquier cosa que me distrajera. Tenía la impresión de que todo era muy impersonal. La segunda semana me fijé en una mujer musulmana que se sentaba aparte en una sala. Tenía una cara de infinita tristeza. Ese día tuve que esperar mucho y pude ver cómo sacaban, en camilla y sedada, a una niña de unos cinco años y la ponían al lado de la señora. Cuando llegué, había oído a las enfermeras hablar sobre la niña, así que al salir me atreví a preguntar por ella. La habían operado de un tumor cerebral y ahora le daban una radioterapia especial que la obligaba a estar muy quieta, por eso la sedaban. Al día siguiente se repitió la escena. Yo observaba y me decía que tenía que hacer algo. Me daba vergüenza acercarme, pues la madre no hablaba mucho español, pero se me ocurrió decirle a la enfermera que le preguntara si necesitaba algo. La enfermera se quedó algo perpleja, pero lo hizo. Al rato me dijo que a la niña le hacía falta un abrigo. También le vendría bien un cochesito. En ese momento me entusiasmé. Tenía un cochesito casi nuevo que guardaba para mi hermana, y varios abrigos de mi hija que seguro le valdrían a la niña… En cuanto llegué a casa preparé lo que pude y tomé también juguetes. Sabía que era a Jesús a quien se lo estaba dando, pues Él mismo dijo: “cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo” (Mt 25, 40). Se lo llevé a la enfermera y no salía de su asombro. Me dijo: “Fíjate cómo estás tú, y a nosotras no se nos ha ocurrido preguntarle si necesitaba algo”. Fui llevando más cosas y siempre, al día siguiente, aparecía la niña tan contenta con su bolsito, su muñeco o lo que le hubiera llevado. Era una gran alegría verla enseñando sus cositas “nuevas”. La madre quería conocerme, si bien yo le había dicho a la enfermera que no le dijese quién era, pues también dice el Evangelio “que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha” (Mt 6, 3). Tras mucho insistir, fui a saludarla. Fue emocionante. Me dio un abrazo y con los ojos llenos de lágrimas me dio las gracias. Yo también me emocioné. Durante los cinco días que me quedaban para acabar la radioterapia, me sentaba con ella y hablábamos. Comencé la radioterapia con miedo y angustiada porque al cabo de un mes y medio mi hija haría la primera comunión y yo me veía fatal, preocupada por si me crecería el pelo. Hoy doy gracias a Dios por haber aprendido a salir de mí misma y ver al hermano que está a tu lado, que también sufre, e intentar hacerte uno con él, acallando tu yo y tus preocupaciones. S. G. (Murcia, España)