«Si la persona de Cristo y su enseñanza se injertó en la historia dividiéndola en dos y empujando a la humanidad al arrepentimiento, es decir al cambio, para renovarse y encarnar el hombre nuevo, en una ciudad nueva, dicha laceración, más o menos conscientemente, se verificó en el corazón de Maria, colocándola en el medio de las dos edades y de las dos mentalidades, a través de un esfuerzo, a veces amargo, para comprender a Jesús, para seguir a Jesús, para ser una con Jesús. La lección y el dolor no terminaron allí. Durante la predicación del Hijo llegó al punto en que, ya no pudo acercársele: no fue admitida en su presencia. María, en síntesis, se convirtió, como dijo la profecía de Simeón, en la madre desolada. Esa «desolada» pone el acento en la soledad, que ella padece sobre todo, cuando Jesús sale a vida pública y la deja en Nazaret, siendo ya viuda, entre una parentela adversa, y también cuando más adelante Jesús la deja como madre y pone a Juan como su hijo sustituto. Sola entre todos, la bendita entre las mujeres, la madre del género humano: la nueva Eva. Con este sufrimiento suyo Maria dolorosa colabora con la generación de la Iglesia; del pueblo de Dios, el que luego le será dado por el mismo Cristo en la persona de Juan; es decir como su descendiente: el hijo que está en el lugar de Jesús, o mejor dicho, otro Jesús. De ese modo, si la profecía de Simeón fue el comienzo del «martirio» de la Virgen, éste culminó para ella en el Calvario. Cuando una lanza de hierro traspasó el pecho de Jesús, esa lanza traspasó el alma de María. Bajo la cruz, María resultó ser netamente la mujer del pueblo que participa de la vida de Dios. Se puede decir, en cierto sentido, que Jesús tuvo necesidad de ella, no sólo para nacer, sino también para morir. Hubo un momento en el que en la cruz, abandonado por los hombres en la tierra, se sintió abandonado también por el Padre en el cielo: entonces se dirigió a la madre, a los pies de la cruz: a la madre que no había desertado y que vencía la naturaleza para no caer en esa prueba bajo la cual cualquier mujer se habría derrumbado. Luego, muerto el Hijo, la madre sigue sufriendo. El muerto, es depositado en su regazo: más impotente de cuando era niño. ¡Un Dios muerto en el regazo de una madre viuda! Y es precisamente entonces que ella se convierte en reina. Pues Jesús recapitula la humanidad, no es una parte, sino la humanidad entera de todos los tiempos, la que custodia María en su regazo, la que se hace presente en esa desolación; es la madre y la reina de la familia humana que transita por las calles del dolor. Su grandeza es similar a su angustia: el dolor de una madre, que custodia la humanidad que se desangra, bajo la culpa, en el exilio de todos los tiempos. Cuando la madre del Amor Hermoso se convierte también en madre del dolor, y los siete dones del Esposo se convierten en siete espadas, se abre en su corazón un trauma, que junto a la llaga del Hijo, conduce a toda la humanidad al Padre, volviéndola a llevar a la fuente. Ha sido la generación – la regeneración- con la sangre y las lágrimas. Es en ese momento que ella se convierte en la colaboradora del Redentor, precisamente es esa función la que la hace más verdaderamente madre del Amor Hermoso. La une a nosotros, la ensimisma con nuestra suerte. Así la humanidad renace. Y así nace la Iglesia». De: Igino Giordani, Maria modello perfetto, Città Nuova, 2001, pp. 118-127
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