«Cuando empezaron los conflictos en Siria, viendo que el futuro no prometía nada bueno, pensé que era más prudente dejar el país. Esta decisión la reforzaba el hecho que me llegó una posibilidad de trabajo en Líbano. Así reservé los boletos para viajar y empecé los preparativos para trasladarnos con toda la familia. Dentro de mí surgían muchas dudas; ¿era justo irnos para asegurarle un futuro a mi familia o era más oportuno permanecer en el país que tanto amaba para ayudar a mi gente? Hablando con mi esposa entendí que ella estaba más propensa a quedarse, pero me apoyaba a mí, para ella lo más importante era que permaneciéramos todos juntos. Me sentía muy angustiado y confuso. Hasta que un día –estando en la Iglesia- advertí claramente que nuestro lugar era aquí, en Alepo, para compartir la suerte de nuestro pueblo. Un pueblo muy variado por etnias, religiones y confesiones distintas, pero que sin embargo había sido capaz de vivir en armonía. Un pueblo tan generoso que había acogido en las últimas décadas, a pesar del embargo, a palestinos, libaneses, iraquíes, dándoles igualdad de derechos y posibilidades de trabajo. Decidimos quedarnos. Trabajaba en mi negocio propio y ganaba bien. Pero después de lo sangrientos eventos que empezaron a devastar el país, mi taller fue saqueado y después destruido. Sin embargo, son innumerables las posibilidades de prestar ayuda, en primera persona y también a través del Centro de sordomudos que empezamos a atender mi esposa y yo. Seguidamente se encaminó una sinergia con otras organizaciones humanitarias para llegar, con la ayuda de la providencia que prodigiosamente siempre nos ha asistido, a ofrecer lo indispensable a más de 1500 familias. En estos cinco años de guerra, debido a los bombardeos lanzados ‘por accidente’ en nuestros barrios, hemos visto a muchas familias perder a sus seres queridos y a muchas personas quedar discapacitadas permanentemente. Un día el chofer del Centro para sordomudos donde trabajamos, mientras caminaba por la calle con su familia, perdió a su esposa y a su hija, heridas por un mortero. También él quedó gravemente herido y fue llevado en estado de shock al hospital. Les pude contar de esta grave situación a un sacerdote y al obispo, que al enterarse se hicieron cargo del funeral de la esposa y la hija. Por mi parte empecé a buscar la cifra necesaria para la operación del papá. El hospital, viendo la solidaridad de tantos, disminuyó los costos y algunos médicos renunciaron a su paga. Así logramos cubrir todos los gastos, y nos quedó dinero para las sucesivas operaciones a las que tuvo que someterse el chofer para poder recuperarse. Otra vez me llamó un musulmán que trabaja en la iglesia a la que asistimos, para pedirme que lo ayudara a conseguir una casa donde vivir. Había visto entrar a rebeldes armados en su barrio y estaba preocupado por la seguridad de sus tres hijas. Después de muchas llamadas finalmente logré encontrar una habitación para ellos. Cuando se pasó a la casa nueva se dio cuenta de que necesitaba urgentemente un tanque de gas, pero no lograba encontrarla. Entonces me llamó a mí. “Te pido esta ayuda –dijo- porque eses mi hermano ¿verdad?”. Yo le respondí: “Cierto somos hermanos”. Después del reciente ‘cese al fuego’ estamos atravesando un período de aparente calma, aunque de vez en cuando se escuchan retumbos que nos dejan inquietos y no logramos dormir durante la noche. Con respecto a mi actividad económica, hasta que las armas no callen del todo es imposible pensar en retomarla. En esta situación precaria y sin futuro nos sostiene la comunidad del Focolar y una fe incondicionada en el amor de Dios que nunca nos abandona. Delante de cada problema, sentimos que no estamos solos. Seguimos experimentando que en la donación a los demás encontramos la paz. Una paz que es siempre un desafío, porque es un don que hay que conquistar todos los días».
Aprender y crecer para superar los límites
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