<pHace tres años emprendí un camino como voluntario en una Comunidad de Roma que se ocupa de las adicciones. El Centro, nacido en 1978 para ayudar a personas drogadictas, hoy en día se ocupa de una problemática más amplia, y no se limita sólo a la drogadicción.
El itinerario que siguen los usuarios de la comunidad compete a quienes tienen un problema de dependencia, y a sus familiares o parientes que a veces se ven involucrados en situaciones que están al límite de la tolerancia humana. Precisamente es con estos últimos que desarrollo mi trabajo de voluntariado, porque me ocupo de los nuevos admitidos y de los grupos de autoayuda.
He podido experimentar concretamente que en ambos momentos: la admisión y la autoayuda tiene gran importancia y validez el diálogo, hecho de comunicación y escucha, tal como el que llevo adelante en el Movimiento de los Focolares entre personas creyentes y de convicciones diferentes como yo.
La admisión es el momento más difícil para quien llega perdido, confuso y trata con esfuerzo de abrirse y contar su experiencia a una persona que para él es desconocida. Es ésta la fase más complicada de todo el itinerario; si la persona que con tanto esfuerzo intenta vencer el temor y la vergüenza, no percibe que es escuchada todo el trabajo posterior puede ser inútil.
Aun en medio de la diversidad de situaciones, es siempre el diálogo el que permite –gracias a la reciprocidad que deriva-, una unión y un intercambio interior verdaderamente profundo. Lo positivo de uno y el sufrimiento del otro se confrontan en una enriquecedora comunión. El peso de la persona, al inicio del encuentro, que puede parecer insoportable, se vuelve más ligero y el sufrimiento menos pesado.
A lo largo del camino habrá muchos momentos difíciles, pero saber que no se está solo ayuda; en la caída, hay un hombro cerca para apoyarse.
Una mañana llega una señora y dice que quiere hablar con un funcionario. Estoy solo, me ofrezco a escucharla. Ya antes de sentarnos, impone condiciones a nuestra conversación: nuestro encuentro debe quedar en secreto (porque si el hijo se da cuenta podría matarla a golpes); ella no me dirá su nombre y mucho menos el de su hijo; yo no tendré que informar a la policía ni hacer ninguna denuncia.
Mi primera reacción es de sorpresa, después de rabia, muchos elementos me molestan. Pero cuando logro desapegarme de mi papel, veo a dos personas que ciertamente no están dialogando: una llena de dolor, sufrimiento y miedo; la otra fuerte, pero encerrada en su tarea de salvador.
Percibo la imposibilidad de hacer algo y la incapacidad de poner en práctica la teoría aprendida en los tres años de servicio en la comunidad. Los instrumentos técnicos en esta situación no sirven, el método que utilizo es infructuoso, hace falta cambiar de estrategia.
¡Llegó el momento de aplicar el diálogo así como lo vivo con mis amigos del focolar! Sólo yo puedo cambiar la situación. Mi tono de voz, mi actitud cambia; invito a la señora a sentarse y pongo a su disposición mi conocimiento técnico, pero sobre todo humano, olvidando el protocolo burocrático.
Se da un estallido de llanto y de alegría el mismo tiempo; se sienta y, disculpándose por las lágrimas, empieza a contarme su historia. La necesidad de compartir el drama que está viviendo finalmente ha encontrado un espacio donde poder liberase sin vergüenza y sin temor a ser juzgada.
Mi apertura finalmente se convierte en escucha capaz de acoger su sufrimiento, elaborarlo, hacerlo mío y restituirle mi aporte en un enriquecimiento recíproco.
(Piero Nuzzo)
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