No entendía cómo un joven, agotado por los estudios y los sacrificios, podía ser revivido para prepararlo para una operación en la que tendría que matar a personas desconocidas, inocentes, y él, a su vez, tendría que ser asesinado por personas a quienes no había hecho daño. Vi el absurdo, la estupidez y, sobre todo, el pecado de la guerra: un pecado agudizado por los pretextos con los que se buscó la guerra y por la futilidad con la que se decidió.
El Evangelio, ya suficientemente meditado, me enseñó, como deber inseparable, hacer el bien, no matar; perdonar, no vengarme. Y el uso de la razón me dio casi la medida de lo absurdo de una operación que atribuía los frutos de la victoria no a quienes tenían razón, sino a quienes tenían cañones; no a la justicia, sino a la violencia […].
En el «radiante mayo» de 1915, me llamaron a las armas. […]
¡Cuántas trompetas, cuántos discursos, cuántas banderas! Todo esto acrecentó en mi espíritu la repugnancia por aquellos enfrentamientos, con gobiernos que, encargados del bien público, cumplían su tarea asesinando a cientos de miles de hijos del pueblo y destruyendo y dejando que se destruyeran los bienes de la nación: el bien público. ¡Pero qué idiota me parecía todo esto! Y sufrí por millones de criaturas, obligadas a creer en la santidad de aquellos asesinatos, una santidad también atestiguada por eclesiásticos que bendijeron cañones destinados a ofender a Dios en la obra maestra de la creación, a matar a Dios en efigie, a llevar a cabo el fratricidio en la persona de hermanos, bautizados, además.
“Vi el absurdo, la estupidez
y, sobre todo, el pecado de la guerra…”.

Como recluta, me enviaron a Módena, donde existía una especie de universidad para la formación de guerreros y líderes. Proveniente de Virgilio y Dante, el estudio de ciertos manuales que enseñaban a engañar al enemigo para matarlo me impactó tanto que, con una imprudencia insuperable, escribí en uno de ellos: – Aquí se aprende la ciencia de la imbecilidad -. Tenía un concepto muy diferente del amor a la patria. De hecho, lo concebía como amor; y amor significa servicio, búsqueda del bien, aumento del bienestar, para la creación de una convivencia más feliz: para el crecimiento, y no para la destrucción, de la vida.
Pero yo era joven y no entendía el razonamiento de los viejos, a quienes no les importaba comprender: se aturdían con desfiles y gritaban consignas para narcotizarse.
[…]
Tras unas semanas, tras graduarme en Módena, volví a casa para ir al frente. Abracé a mi madre, a mi padre, a mis hermanos y hermanas (en mi casa, los abrazos eran muy raros) y tomé el tren. Desde el tren vi el mar por primera vez, mucho más ancho que el Aniene; y fue como si hubiera cumplido con uno de los deberes de mi existencia: en tres días, llegué a las trincheras del Isonzo con el ciento once Regimiento de Infantería.
¡La trinchera! En ella, de la escuela paseé a la vida, entre los brazos de la muerte con las salvas de los cañones. […]
Si disparaba cinco o seis tiros al aire, lo hacía por necesidad: nunca quería apuntar el cañón del fusil hacia las trincheras enemigas, por miedo a matar a un hijo de Dios. […]
Si todos esos días pasados en el fondo de las trincheras, contemplando juncos, matas de zarzas, nubes aburridas y azules brillantes, los hubiéramos dedicado a trabajar, se habría producido una riqueza capaz de satisfacer todas las necesidades por las que se libró la guerra. Claro, pero esto era un razonamiento; y la guerra es un antirrazonamiento.
Igino Giordani
Memorias de un cristiano ingenuo, Ciudad Nueva, Madrid, 2005.
Elena Merli
Foto: © ZU via Fotos Públicas
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