«Nos habíamos preparado al matrimonio con la certeza de comprometernos para toda la vida. Sin embargo, ya poco tiempo después del nacimiento de la niña, mi esposo empezó a salir solo y yo, que estaba enamorada pero también cansada por el trabajo y la maternidad, en un primer momento no me di cuenta de que algo no funcionaba. Siguieron 13 años de mentiras y peleas, alternadas con pseudo-aclaraciones a las que seguían indefectiblemente continuas decepciones. Deshecha y al borde del agotamiento (llegué a pesar 36 kilos) finalmente me rendí, y le volví a entregar a mi esposo su libertad.
Tres años después encontré a un compañero del colegio, también él padre separado. Inicialmente trataba de resistir al sentimiento que afloraba en mí, porque, si por un lado el hecho de sentirme amada me daba una gran felicidad, por el otro me ponía ante el problema de mi vida cristiana. Fueron momentos muy difíciles. Pero luego las dudas se desvanecieron porque, me decía, es verdad que me había casado convencida del ‘para siempre’ pero si el amor ya no es correspondido, ¿por qué no podía seguir viviendo con otra persona aquella vocación a la vida familiar que había sentido desde siempre?
Seguros de nuestro amor, decidimos juntar nuestras vidas truncadas. Después de unos dos años de convivencia tuvimos un niño, que hicimos bautizar y que tratamos de educar cristianamente.
Para mi compañero – una persona muy recta que se declara no creyente – el problema de la pertenencia a la Iglesia no existe. En cambio yo seguía asistiendo a la Misa dominical y, aún en el sufrimiento, me conformé a las disposiciones de la Iglesia absteniéndome de los sacramentos de la Reconciliación y de la Eucaristía. Hubiera podido ir a una iglesia donde no me conocían, pero por obediencia nunca lo hice.
Sin embargo, con el pasar del tiempo, esta autoexclusión empezó a pesarme y me alejé de la Misa y de la vida de la comunidad. En efecto, me sentía profundamente incómoda viendo que los demás se dirigían hacia el altar, mientras yo tenía que quedarme en el banco. Me sentía abandonada, repudiada, culpable.
Unos años después, gracias a la cercanía con el Focolar retomé el camino de fe. ‘Dios te ama inmensamente’, me repetían. Junto con ellos entendí que Jesús murió y resucitó también por mí y que Él, en su infinito amor, ya había colmado ese abismo en el que había caído y sólo esperaba que yo lo siguiera por el resto de mi vida.
Descubrí así que, más allá de la Eucaristía, hay otras fuentes a través de las cuales se puede encontrar a Jesús. Él se esconde en cada prójimo que encuentro, me habla a través de Su Evangelio y está presente en la comunidad que se reúne en Su nombre. Sobre todo Lo encuentro cuando logro transformar en amor el dolor que me procura la separación de la Eucaristía.
Recuerdo el día en que nuestro hijo hizo su primera comunión. Yo era la única, entre los padres, que no fui al altar con él; un sufrimiento que no se puede expresar. Por otra parte puedo decir que fue precisamente cuando perdí la Eucaristía que redescubrí el gran don que ella representa, así como te das cuenta del valor de la buena salud en el momento en que la pierdes.
Espero que, el día en el que me presente al Padre, Él mire, más que mis fracasos, mi pequeño pero cotidiano intento de amar a los demás tal como Jesús nos enseñó».
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