La suegra difícil de contentar
Mi suegra se había quedado insatisfecha con el trabajo que le había hecho el obrero que su hijo le había mandado. Cuando le hicimos ver que nunca se contentaba con nada, reaccionó con fuerza. Más tarde, durante la cena, mantenía aún la cara larga, y cuando traté de minimizar lo que había sucedido, empezó a achacarme cosas de las que no me sentía culpable en absoluto.
Hasta el extremo de levantarse de la mesa e irse a refugiar en su habitación. ¡Ay, si cada uno se hubiera quedado en su casa!… Pero dentro de mí la voz de la caridad que cubre como un manto defectos y debilidades me impulsó a ir a hablar con ella. La encontré llorando. Cuando le pedí perdón, a las quejas contra mí asoció también al hijo. No me quedó otra salida que irme; me parecía que ya había hecho lo suficiente… pero la voz de antes me sugirió volver a intentarlo. Una vez que levanté la mesa, volví a su lado para convencerla de que realmente yo lo lamentaba mucho, la abracé como habría hecho con mi madre. Y la dejé sólo cuando noté que la tensión se había calmado y vi que ella se serenaba y se quedaba dormida. Agradecí a Dios, y al día siguiente mi saludo sonriente le quitó a mi suegra la última sensación de incomodidad.
María Luisa – Italia
En el hospital
Me había internado por una operación a la nariz en el hospital de Ribeirão Preto. No era la primera vez, pues tengo una enfermedad rara y necesito cuidados frecuentes. Por ello no me gusta el hospital y tenía mucho miedo, pero me puse a hacer todo por amor de Jesús.
Por ejemplo, bebí la leche con nata, que no me gusta para nada; el día de la intervención me coloqué sin quejarme la ropa del hospital; me quedé sin almuerzo para poder tomar el anestésico; esperé con amor el retraso de cuatro horas para operarme y traté de amar a los otros niños hospitalizados conmigo. Después de la intervención, esperé otras horas más al médico que tenía que llamarme para el control.
Ya tenía hambre, estaba cansada y me puse nerviosa, y entonces tiré la silla por el suelo y protesté. Pero enseguida me acordé de lo que le había prometido a Jesús y me arrepentí. Al ratito se abrió la puerta y era el médico que me llamaba.
Paulinha, 7 años – Brasil
Reciprocidad
Una mañana oigo que tocan el timbre de mi casa. La persona se anuncia como B., que es la inquilina que vive en el piso de abajo, y que tiene Alzheimer. Me pide el favor de dejarla entrar porque se ha quedado bloqueada fuera de su casa sin llaves, al estar ausente el marido. Le abro y la invito a quedarse un rato conmigo, a la espera de que él llegue.

Al verla triste y confusa (a veces se da cuenta de su situación), para no hacerle pesar la cosa le hago presente que ese imprevisto nos puede suceder a todos, por falta de atención. Empezamos una conversación, hasta cuando ella recuerda que se ha quedado sin llaves y de nuevo se deja invadir por la ansiedad.
Me doy cuenta de que no es conveniente dejar a este prójimo en ese estado y, por más que me encuentro en una silla de ruedas, para tranquilizarla la acompaño al ascensor hasta el piso de abajo.
Pero antes, B. también se ha hecho prójimo para mí: ha tenido la delicadeza de arreglar el felpudo que está delante de mi puerta de entrada de manera que ésta no se cierre. Así le hago compañía hasta la llegada del marido.
M. – Italia
(extraído de “Il Vangelo del Giorno”, Città Nuova, año X– número julio-agosto de 2025)
Foto: © Pixabay
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