«Hay preguntas realmente difíciles: ¿por qué existe la muerte?, ¿por qué las guerras, la violencia, las separaciones, la brecha entre ricos y pobres?… A menudo hablaba de estos asuntos con los amigos de la universidad – estudio idiomas y literatura en la Universidad de Porto, en el norte de Portugal – pero nadie lograba satisfacer mis inquietudes. Un día alguien me habló del Evangelio y me propuso vivirlo. No puedo creerlo, contesté, conozco a mucha gente que se profesa cristiana, y yo con ellos, pero después de dos mil años las cosas siguen iguales. Dado que por fin alguien me estaba realmente escuchando, mi desahogo de dudas y prejuicios continuó por un buen rato. Cuando llegó la hora de dejarnos, a esa persona le quedó sólo el espacio para una única palabra: “¡Prueba!” En Porto vivo en un apartamento con otras chicas. Ese día fui la única que se quedó en casa porque debía preparar un examen. Una mujer pobre tocó la puerta. Mi primer impulso fue despacharla a las apuradas, pero me detuvo ese “prueba” que de vez en cuando volvía a flote y me cuestionaba. En casa no había mucho, pero encontré algo para darle a esa mujer. Después de un tiempo, llamó mi madre quien, estando en la ciudad para un control médico, quiso asegurarse de que yo estuviera en casa: tenía una bolsa de frutas y carne para nosotros. Mi corazón estaba lleno de alegría, no tanto por esa abundancia que nos habría alimentado por toda la semana, sino porque era la confirmación de que el Evangelio es verdadero. Lo poquito que acababa de dar a esa mujer, se me había devuelto centuplicado, según la promesa “Den y se les dará”. Empezó así una nueva relación con Jesús, que se fue consolidando cada vez que intentaba reconocer su rostro en la persona que me pasaba al lado. Por mi cumpleaños había recibido un par de guantes de piel. Hacía tiempo que los esperaba porque aquí a veces uno se congela. En el bus vi a una mujer que temblaba por el frío. Y ¿si le diera mis guantes? Tal como lo pensé lo hice. Esa vez, de hecho, quise jugar al anticipo, porque con ese regalo de cumpleaños, Jesús ya me había dado el céntuplo, así que podía dar y le di mis guantes a ella que los necesitaba más que yo. Estaba yendo a clases, cuando me detuvo una señora con un niño en sus brazos, que lloraba. No quería atrasarme, me justifiqué conmigo misma intentando alejarme. Pero dentro de mi surgió un pensamiento: “¿Cómo puedo decir que amo a Dios a quien no veo, si no amo al hermano a quien veo?”(cf 1 Gv 4,20). Miré el reloj y casi no lograba resistir al pensamiento de irme, pero luego me detuve y me interesé en su situación. Me contó que acababa de dejar a su hijo muy débil en el hospital. Con su esposo y sus 8 niños, vivían en dos míseras habitaciones. En ese momento, estando sola, no pude hacer mucho, pero le prometí que iría a visitarla. Ese mismo día hablé de ella con otros jóvenes y familias de la comunidad de los Focolares que había empezado a conocer, y cada uno de ellos se ofreció para ayudar en lo que podía. Juntos atendimos a sus primeras necesidades (comida, ropa, cosas para la casa) y organizamos unos turnos para ayudar a los niños en las tareas y para hacerlos jugar mientras la madre estaba con el otro hijo en el hospital. Al mismo tiempo, tratamos de entender cómo hacer presente la situación a la Alcaldía, pidiendo una vivienda digna. Después de algunas semanas, por fin, llegó el tan esperado camión del Municipio para la mudanza a una vivienda social. A mí me tocó el privilegio de llevar al niño más pequeño a la nueva casa. Nunca olvidaré ese viaje en bus con el bebé entre mis brazos que dormía serenamente, desconociendo el cambio que yo advierto desde que me puse a vivir el Evangelio. Ahora los grandes interrogantes, que aún existen, ya no quedan sin respuesta: sé que haciendo el primer paso no sólo se involucran a otras personas en amar, sino que además se puede realmente influir en la sociedad».
Ser “prójimos”
Ser “prójimos”
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