Movimiento de los Focolares

febrero 2004

Ene 31, 2004

«¡Aquí estoy: envíame!» (Is 6,8).

Trascurre el año 740-739 a.C. El pueblo de Israel atraviesa un momento crítico. JHWH, el Dios de Israel, necesita de un profeta que hable en su nombre a todo el pueblo, que les anuncie la llegada liberadora del Emanuel, el Dios con nosotros. Entonces se le aparece, en su majestad, a Isaías, que está orando en el templo.
Ante la grandeza de Dios, el profeta advierte la propia nulidad y su ser pecador: “¡Soy un hombre de labios impuros!”, grita. Pero un ángel, con un carbón encendido que ha tomado del fuego que arde en el altar, le purifica los labios. A la pregunta que Dios le formula: “¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros?”, Isaías, totalmente renovado por la iniciativa celestial, ahora puede responder con prontitud: “¡Aquí estoy: envíame!”.
¿Peca de presunción el profeta al ofrecerse así a Dios? No, porque la iniciativa no es suya, sino de Dios. Isaías responde a un llamado:

«¡Aquí estoy: envíame!»

Así como ha llamado al profeta, a lo largo de la historia Dios sigue llamando a hombres y mujeres para confiarles una misión particular. Sobre cada uno él posa una mirada de amor: ninguno es insignificante a sus ojos. A veces podemos tener la impresión de que nuestra vida es inútil o sin sentido. Ella es plenamente rescatada por el llamado de Dios, que se dirige justamente a mí, a ti: nos invita a tomar parte del proyecto de amor que tiene sobre la humanidad y sobre la creación.
Se dirige a mí, a ti, como se dirigió a Isaías, a María, a Pedro, y en cada ocasión nos pregunta: “¿A quién enviaré?”. Él, que es Dios, nos da confianza y nos invita a ser sus colaboradores. Con nuestro “sí”, que repite el “sí” de Isaías, de María y de una multitud de cristianos que nos han precedido, podemos ponernos a su disposición.
Diciendo que sí a cada uno de sus deseos – a ese que día a día me hace comprender –, cualquier acción mía, aún la más pequeña, aún la que puede parecer insignificante, adquiere valor, se vuelve importante, contribuye a la venida del Reino de Dios, a la fraternidad universal.
Responder que “sí” no es ninguna presunción, tampoco para nosotros. La iniciativa siempre es suya, como es suya la primacía del amor. Lo nuestro es sólo una respuesta de amor a un amor que nos ha precedido. Sí, gracias a su llamado, estoy dispuesto a cumplir cualquier deseo suyo, a trabajar por él y a repetirle:

«¡Aquí estoy: envíame!»

¿No nos sentimos a la altura de la misión que él nos confía? ¿Nos parece que no tenemos la capacidad ni las fuerzas para llevarla a término?
Si Isaías se hubiera detenido a considerar la propia indignidad o los propios límites, habría seguido repitiendo: “Soy un hombre de labios impuros”. A María le parecía imposible convertirse en Madre de Dios, tan extraordinario era el anuncio que se le hacía. Al apóstol Pedro, cuando se sintió llamado por Jesús, le resultó espontáneo responder: “Aléjate de mí, Señor, porque soy un pecador”.
Con su llamado, Dios nos da también la capacidad de realizar la misión que nos confía: “No hay nada imposible para Dios”. A Isaías se le purifican los labios para que pueda hablar en nombre de Dios. María es colmada por la presencia del Espíritu Santo y por el poder del Altísimo5. Pedro es sostenido, en su misión de ser “piedra”, por la oración del mismo Jesús.
A cada uno de nuestros “sí” le seguirán todas las gracias para realizar cualquier tarea que nos pida la voluntad de Dios.

«¡Aquí estoy: envíame!»

Esto también es lo que sucedió en nuestra pequeña historia cuando, en 1943, al comienzo de nuestra experiencia, comprendimos que Dios nos amaba inmensamente y nos sentimos impulsadas a comunicarle a todos esa gran noticia: “Dios te ama inmensamente, Dios nos ama inmensamente”.
Algunos meses más tarde se celebraba la fiesta de Cristo Rey. Es día quedamos fascinadas por las palabras de la liturgia: “Pídeme, y te daré las naciones como herencia, y como propiedad, los confines de la tierra”. Era el llamado a la unidad y a la fraternidad universal.
De rodillas en torno al altar, impulsadas posiblemente por el Espíritu Santo, le dijimos a Jesús: “Tú sabes cómo se puede realizar la unidad. Aquí estamos. Si quieres, usa de nosotras”. Era nuestro: “¡Aquí estoy: envíame!”. En ese momento éramos un grupo pequeño, siete, ocho jovencitas, pero ya le habíamos dado nuestra respuesta a Jesús.
Desde entonces, en sesenta años, este espíritu, con la vida de millares de personas del Movimiento, ha llegado a 182 naciones.
Una experiencia que confirma la posibilidad de las grandes cosas que él puede hacer si encuentra personas dispuestas a responder a su invitación.

Chiara Lubich

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