Movimiento de los Focolares

La aventura de la unidad: Igino Giordani

Ene 12, 2014

Amante de la paz, antifascista, bibliotecario, casado y padre de cuatro hijos. Escritor y periodista, pionero del ecumenismo y del compromiso de los cristianos en la política, fue elegido como miembro de la Constituyente. Fue considerado por Chiara Lubich como co-fundador del Movimiento de los Focolares.

Defensor de la paz a toda costa, Igino Giordani llegó a ser oficial en la primera guerra mundial, donde quedó herido y fue condecorado. Profesor, antifascista, bibliotecario, casado y padre de cuatro hijos, era un conocido polemista en el ámbito católico, pionero del compromiso de los cristianos en la política, escritor y periodista. Después de la segunda guerra mundial, vivida como antifascista y obligado al exilio, resultó electo para la Constituyente. Fue diputado, laico brillante, pionero del ecumenismo. Y fue todavía él quien llevó la realidad de los laicos casados y de la familia al focolar, abriéndolo –en cierto sentido- a toda la humanidad. Por estos y otros motivos más, Chiara Lubich consideró a Giordani, familiarmente llamado “Foco”, uno de los co-fundadores del Movimiento de los Focolares. El encuentro con Chiara tuvo lugar en su oficina de la Cámara de diputados, en Montecitorio, en septiembre de 1948. Pasaba por un momento particularmente difícil de su vida, tanto espiritual como política: «Estudiaba temas religiosos con pasión – escribe en su último libro Memorias de un cristiano ingenuo-, pero también para no pensar en mi alma, de cuyo aspecto no me sentía edificado: me pesaba el aburrimiento; y para no reconocer esta parálisis, me encerraba en el estudio y me aturdía con el trabajo. Creía que no había nada que hacer; en cierto sentido dominaba todos los ámbitos de la cultura religiosa: la apologética, la ascética, la mística, la dogmática, la moral; pero los dominaba culturalmente. No los vivía interiormente». Ese día a su oficina se presentó una compañía heterogénea, a un hombre como Giordani experto en vida eclesial, enseguida le pareció original por su composición: un conventual, un menor, un capuchino, un terciario y una terciaria franciscana, es decir, la misma Chiara. De hecho, escribirá más tarde, «verlos unidos y concordes ya me pareció un milagro de unidad». Chiara tomó la palabra, acogida por el cortés escepticismo del diputado: «Estaba seguro que escucharía a una sentimental propagandista de alguna utopía asistencial». Y en cambio no fue así. «Había un timbre inusitado en esa voz, -comenta Giordani-: el timbre de una convicción profunda y segura que nacía de un sentimiento sobrenatural. Por lo tanto, de repente mi curiosidad se despertó y el fuego interior empezó a expandirse. Cuando, después de media hora, ella terminó de hablar, yo me sentía dentro una atmósfera encantada: atrapado por la luz y la felicidad; habría deseado que esa voz prosiguiera. Era la voz que, sin darme cuenta, estaba esperando. Ella ponía la santidad al alcance de todos». Giordani le pidió a Chiara que escribiera lo que había dicho, cosa que hizo rápidamente. Pero personalmente el diputado quiso profundizar lo que había conocido. Poco a poco reconoció en la experiencia del focolar la realización de profundo deseo de Juan Crisóstomo: que los laicos vivan como monjes, pero sin el celibato. «Había cultivado por mucho tiempo, dentro de mí, ese deseo –sigue contando-: y por lo tanto, amaba las enseñanzas del franciscanismo en medio del pueblo y la dirección virginal de Catalina de Siena a los caterinatos, y había apoyado iniciativas que parecían querer remover los límites impuestos entre el monaquismo y el laicado, entre los consagrados y la gente común: confines tras los cuales la Iglesia sufría como Cristo en el Getsemaní. Sucedió algo en mí. Sucedió que esos pedazos de cultura, sobrepuestos, empezaron a moverse y animarse, engranado hasta formar un cuerpo vivo, surcado por sangre generosa. Había penetrado el amor y había investido las ideas, llevándolas a una órbita de felicidad». Y, para explicitar este “descubrimiento”, solía repetir una frase que pronunció en los últimos años de su vida, transcurridos, una vez fallecida su amadísima esposa Mya, en ese focolar que tanto amaba, en Rocca di Papa: «Me movía de la biblioteca repleta de libros, hacia la Iglesia habitada por cristianos». Fue una auténtica conversión, una nueva conversión, que «despertándome del estancamiento en el que parecía que estaba amurallado, me inducía a un nuevo paisaje, ilimitado, entre cielo y tierra, invitándome nuevamente a caminar». Está actualmente en curso la causa de canonización de Igino Giordani, conocido como Foco.

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