«María a los pies de la cruz, en el desgarrador «stabat» que hace de Ella un mar amargo de angustia, es la expresión más alta, en una criatura humana, de la heroicidad de todas las virtudes. Ella es la mansa por excelencia, la dócil, la pobre hasta la pérdida de su Hijo que es Dios, la justa que no se lamenta de ser privada de aquello que le pertenece por pura elección, la pura en el desapego afectivo, a toda prueba, de su Hijo Dios… En María Desolada se encuentra el triunfo de las virtudes de la fe y de la esperanza por la caridad que la iluminó durante toda su vida, y la inflamó, en aquel momento, en la participación tan viva de la Redención. Con su desolación, que la reviste de todas las virtudes, María nos enseña a cubrirnos de humildad y de paciencia, de prudencia y de perseverancia, de sencillez y de silencio para que oscureciendo lo humano que tenemos, brille para el mundo la luz de Dios que habita en nosotros. María Dolorosa es la Santa por excelencia, un monumento de santidad al que todos los hombres que son y serán pueden mirar para aprender a revestirse de aquella mortificación que la Iglesia desde hace siglos enseña y que los santos, con matices distintos, han hecho resonar en todos los tiempos. Nosotros pensamos demasiado poco en la «pasión» de María, en las espadas que atravesaron su corazón, en el terrible abandono experimentado en el Gólgota cuando Jesús la encomendó a otros… Y quizá todo esto dependa de que María supo cubrir demasiado bien de dulzura, de luz y de silencio su viva y angustiosa agonía. Y, sin embargo, no hay un dolor semejante al suyo… Si un día los sufrimientos alcanzasen ciertos vértices, en los que todo en nosotros parece rebelarse porque el fruto de nuestra «pasión» parece ser arrebatado de nuestras manos y más de nuestro corazón, acordémonos de Ella. Con este hielo nos asemejaremos un poco a Ella, se perfilará mejor la figura de María en nuestras almas, la llena de belleza, la Madre de todos, porque fue separada de todos, principalmente de su divino Hijo, por la divina voluntad. La Desolada es la Santa por excelencia. Querría revivirla en su mortificación. Querría, como Ella, saber estar sola con Dios, en el sentido de que, aun entre hermanos, me sienta impulsada a hacer de toda la vida un diálogo íntimo entre el alma y Dios. Debo mortificar palabras, pensamientos, acciones que estén fuera del momento de Dios, para encajarlos en el momento que les corresponde. La Desolada es certeza de santidad, fuente perenne de unión con Dios, vaso desbordante de gozo. Chiara Lubich, La Doctrina Espiritual, Editorial Ciudad Nueva (Madrid), pp.182 – 183
Ser “prójimos”
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