«Desde hace más de tres meses hago una pasantía en Hematoncología pediátrica, una unidad en la cual nunca se sabe si los pacientes que hoy atiendes, los podrás encontrar mañana. No es para nada fácil vivir en continuo contacto con el dolor de los inocentes, a tal punto que se pone constantemente a prueba la elección de estudiar Enfermería Pediátrica. El primer día siento que estoy dispuesto a todo. Pero, apenas llego a la unidad de oncología, me presentan a una niña maravillosa. Tiene un tumor maligno, uno de los peores, en estado terminal. No tengo la más pálida idea de cómo enfrentar este tema. Nunca como en este momento me siento tan inútil e incapaz, convencido de no poder hacer nada bueno por ella. Hay también otros niños en la unidad, y la jornada parece pasar rápidamente, pero cada vez que entro a la habitación de esa niña siento la misma sensación de impotencia y de incapacidad. Llegan las dos de la tarde, la hora de terminar el turno. No puedo irme sin haber hecho algo por ella. Pero, ¿qué hacer? Tratando de poner en práctica la espiritualidad de la unidad, varias veces había experimentado que en el amor lo que vale es amar. Que no es necesario realizar gestos pomposos; que basta con comenzar por una pequeña cosa, sin tener grandes pretensiones. Pero todo lo que puedo hacer por esa niña ya lo he hecho. ¿Por qué siento que tengo que hacer algo más? De mañana, entrando en el hospital, había visto una pequeña capilla. Tal vez, intuyo, amar a esa niña significa rezar por ella. Me siento en uno de los últimos bancos, pero no sé cómo ni qué pedir para ella. Me quedo allí, en silencio, con un gran dolor en el corazón que me oprime. Y poco a poco siento que Jesús toma sobre sí mismo todo mi sufrimiento. Con el corazón libre ahora puedo confiarle a Él a la niña y luego ir nuevamente a saludarla a ella y a la mamá para demostrarles mi cercanía y expresarles que comparto con ellas ese dolor. Desde entonces sigo yendo a menudo a esa capilla. Y allí encuentro la luz para enfrentar, y también comprender un poquito el misterio del dolor inocente, que se presenta con tanta frecuencia. Y es en Jesús crucificado y resucitado que encuentro la fuerza y la actitud justa para acercarme a los niños y a sus familiares. A menudo no me doy cuenta de lo que puedo hacer por ellos, pero luego la respuesta llega siempre puntualmente. Un día internan a una niña de 10 años que había pasado ya por varios hospitales. Se sospecha que tiene una grave enfermedad en la sangre. Por los análisis se confirma la enfermedad y el diagnóstico cae encima de ella y de su madre como un mazazo dejándolas sin esperanza. Siento la importancia de estar cerca de ellas, de ensimismarme con su situación, ayudándolas como puedo, también a costa de permanecer algunas horas más en el hospital. Durante el día no puedo hacer mucho, pero cuando tengo un momento libre de los otros compromisos del hospital, voy a su habitación, para escuchar a la madre y darle tranquilidad, y también para distraer a la niña. Y cada vez veo en sus ojos un velo de serenidad que antes no existía, un indicio de esperanza al enfrentar la difícil prueba que les espera. Y es así en muchas otras situaciones. Aprovecho cada ocasión para estar un poco más con “mis” niños, no sólo para administrarles su terapia, sino para verlos sonreír y enfrentar con un poco más de serenidad su difícil camino».
Pequeños actos, gran impacto
Pequeños actos, gran impacto
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