A los 60 años de la “Consagración de los pueblos a María”, cuando, durante el período de posguerra, miles de personas de todos los continentes pronunciaron un pacto de unidad entre ellos y sus pueblos, la Mariápolis europea vuelve a lanzar el sueño de la fraternidad universal. “Amar la Patria del otro como la propia” es la invitación que el Movimiento Político por la Unidad (MPPU), fundado por Chiara Lubich, renueva en el contexto de la Mariápolis europea, que se lleva a cabo en los Alpes Dolomíticos. Una propuesta de fraternidad que sugiere recorridos nuevos en las relaciones entre los Estados y los pueblos. Hablamos de ello con la diputada Letizia De Torre, Presidente del Centro Internacional del MPPU: El MPPU es una corriente de pensamiento que quiere promover en el ámbito político la “cultura de la fraternidad”. ¿Qué consecuencias puede tener la adopción de esta categoría en las relaciones entre los Estados, las instituciones internacionales, los partidos políticos y los distintos representantes de los grupos políticos? Lo que Usted plantea en su pregunta es un pedido, que yo llamaría pesaroso, de un cambio a 360° de la política. De hecho, los ciudadanos están desilusionados, enfadados. Están indignados. Se sienten traicionados. Y tienen razón. La política, salvo raras excepciones, no ha sabido captar a tiempo el cambio de época que estamos viviendo en todo el mundo. Como consecuencia de ello están en una crisis profunda las relaciones y las organizaciones internacionales, los partidos y el sistema de representación. Los movimientos de ciudadanos están asumiendo un rol en todas partes, pero ¿a quién le pueden hablar? ¿Quién puede realizar lo que piden? La protesta no basta para cambiar las cosas. Para hacer intuir el alcance que podría tener el ideal de la unidad en las relaciones internacionales, imaginemos qué sucedería si los Estados (partiendo de las grandes potencias en carrera por su propia supremacía geopolítica) se comportaran en relación con los demás – en cualquiera de las actuales áreas en crisis – “como quisieran que los demás Estados actuasen con ellos”. Imaginemos si esa actitud fuera recíproca… Y no es una utopía, sería un realismo conveniente. En la investigación científica, por ejemplo en el espacio, desde cuando se optó por la cooperación en lugar de la competición, se han logrado conquistas enormes en beneficio de todos. Si los Estados descubrieran que pueden amarse, imaginemos qué conquistas de paz, de compartición de bienes, de conocimientos, de respeto de nuestra casa Tierra… En realidad el mundo está caminando lentamente en esa dirección y la idea de la unidad puede ser un potente acelerador. En los primeros años de la década de 1950 los países europeos empezaban a hacer nacer instituciones comunes: en 1952 nació la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, en 1957 la Comunidad Económica Europea. ¿Cómo podemos renovar hoy ese impulso unitario que pareciera extraviado? No creo que el proyecto de unidad europea se haya extraviado. Más bien creo que la Unión Europea se encuentra sacudida, como el resto del mundo, por las grandes transformaciones de este siglo y, a causa de la crisis cultural que atraviesa Occidente, no encuentra las energías para una nueva visión política, para un nuevo rol que debe ser asumido en el plano internacional; debería entender que tiene justamente en su propio lema “unidad y diversidad” el secreto para afrontar la gran complejidad de hoy. Tenemos que darnos cuenta de que la Unión Europea no está formada por las instituciones de Bruselas, sino sobre todo por sus ciudadanos, o sea por nosotros. Por ende, los pasos futuros dependen, en distintas formas, de todos nosotros. A nivel internacional, junto a situaciones de tensión, no faltan ejemplos de colaboración y conciliación entre los países. Sucede en el continente africano, en las relaciones entre Estados Unidos y Corea del Norte, y en el viejo continente. ¿Cómo podemos leer estos acontecimientos de la historia? El mundo sólo puede aspirar a la paz, a la concordia, a la colaboración. Sin duda es un camino lento, contradictorio, con muchas marchas y contramarchas, con mucho lastre entre los pies por la corrupción. Pero un camino al que quisiéramos dar un aporte con el paradigma que hemos mencionado antes “Haz al otro pueblo lo que quisieras que se te hiciese a ti”. Y para realizarlo no es suficiente ni siquiera (¡aunque ya sería mucho!) elegir a líderes preparados, capaces de jugarse por su pueblo y por la unidad de los pueblos, sino que también es necesario que los ciudadanos den su consenso, y, más aún, que impulsen una fraternidad global, sepan superar visiones mezquinas en función un bien común universal.
Claudia Di Lorenzi
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