En enero, en muchas partes del mundo, los cristianos celebran juntos su fe común con oraciones y encuentros especiales. El tema elegido para esa Semana de Oración por la unidad de los cristianos está tomado del Apocalipsis. Leámoslo íntegro:

«Esta es la morada de Dios entre los hombres:
él habitará con ellos,
ellos serán su pueblo,
y el mismo Dios estará con ellos.
El secará todas sus lágrimas,
y no habrá más muerte,
ni pena, ni queja, ni dolor,
porque todo lo de antes pasó» (Ap 21, 3)

La Palabra de Dios de este mes nos interpela. Si queremos formar parte de su pueblo tendremos que dejarlo vivir entre nosotros.
Pero ¿cómo es posible?, y ¿cómo hacer para gustar un poco por anticipado, ya desde esta tierra, ese gozo sin fin que provocará en nosotros la visión de Dios?
esto es precisamente lo que Jesús nos ha revelado, éste es precisamente el sentido de su venida: comunicarnos su vida de amor con el Padre, para que también nosotros la vivamos.
Ya desde ahora los cristianos podríamos vivir esta frase y tener a Dios entre nosotros. Tenerlo entre nosotros requiere, como afirman los Padre de la Iglesia, ciertas condiciones. Para Basilio, es vivir de acuerdo a la voluntad de Dios; para san Juan Crisóstomo, es amar como amó Jesús; para Teodoro Studita, es el amor recíproco y, para Orígenes, es el acuerdo de pensamiento y de sentimientos para llegar a la concordia que «une y contiene al Hijo de Dios».
La clave para hacer que Dios habite entre nosotros se encuentra en la enseñanza de Jesús: «Amense los unos a los otros, así como yo los he amado» (Cf Jn 13, 34). La clave de la presencia de Dios es el amor recíproco. «Si nos amamos los unos a los otros, Dios permanece en nosotros (1Jn 4, 12), porque: «Porque donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, yo estoy presente en medio de ellos (Mt 18, 20), dice Jesús.

«El habitará con ellos, ellos serán su pueblo»

Por consiguiente, no está tan lejano e inalcanzable el día que marcará el cumplimiento de todas las promesas de la Antigua Alianza: «Mi morada estará junto a ellos: yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (Ez 37,27).
Todo esto se verifica ya en Jesús que, más allá de su existencia histórica, sigue estando presente entre aquellos que viven de acuerdo a su nueva ley del amor mutuo, es decir, esa norma que los constituye como pueblo, el pueblo de Dios.
Esta Palabra de Vida es, por eso, un reclamo apremiante, especialmente para los cristianos, a dar testimonio con el amor de la presencia de Dios: «En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros» (Jn 13, 35). El mandamiento, vivido de esta manera, pone las premisas para que se actualice la presencia de Jesús entre los hombres.
Si la garantía de esta presencia, que da sentido a la fraternidad sobrenatural que Jesús trajo a la tierra para toda la humanidad, no podemos hacer nada.

«El habitará con ellos, ellos serán su pueblo»

Nos corresponde sobre todo a nosotros, los cristianos, aun perteneciendo a distintas comunidades eclesiales, ofrecer al mundo el espectáculo de un solo pueblo integrado por cada etnia, raza, cultura, por grandes y pequeños, por enfermos y sanos. Un único pueblo, del cual se pueda decir, como de los primeros cristianos: «Mira cómo se aman y están dispuestos a dar la vida el uno por el otro».
Este es el milagro que la humanidad aguarda, para poder esperar todavía, una contribución necesaria para el progreso ecuménico, para el camino hacia la unidad plena y visible de los cristianos. es un «milagro» a nuestro alcance, o mejor dicho, de aquel que, habitando entre los suyos unidos por el amor, puede cambiar la suerte del mundo, llevando a la humanidad entera hacia la unidad.

Chiara Lubich

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