«Casados desde hace 20 años, tenemos 5 hijos: hace ocho años nuestra familia atravesó una grave dificultad. La pobreza nos obligaba a vivir siempre en modo precario y la guerra impedía toda iniciativa, pero la cosa más grave era nuestra relación de pareja que parecía haber terminado. No nos habíamos casado por la Iglesia y si bien no rechazábamos la religión, no podíamos llamarnos verdaderamente cristianos. Pronto se sumó el vicio del alcohol que nos impedía también el diálogo.

Estábamos en esta situación –cuenta E.- cuando me invitaron a la Mariápolis, un encuentro de algunos dias organizado por el Movimiento de los Focolares. ¡Cómo era distinta la vida allí! Enseguida me sentí acogida y amada así como era y nació en mí el deseo de imitar a esas personas. Regresando a casa comencé a amar a los míos, especialmente a mi esposo, que, dándose cuenta de la alegría que había en mí, quizo acompañarme al siguiente encuentro…

Nació así, poco a poco, en ambos el deseo de regularizar nuestra unión con el Sacramento del Matrimonio, y fue una gran fiesta el día que pudimos realizar este sueño, junto a otras dos parejas en las mismas condiciones. Recibiendo a Jesús Eucaristía, advertimos una gracia especial para nosotros y nuestra familia. Siguieron años muy bellos: ahora afrontamos todos juntos las dificultades de la vida, en lugar de soportarlas como nos sucedía anteriormente. Y también cuando el dolor toca a nuestra puerta experimentamos el amor de Dios.

De repente nuestro primogénito sintió un malestar y, después de una serie de exámenes cada vez más específicos, se le diagnosticó un SIDA. Es un dolor inmenso, ¡parece que el mundo se nos cae encima…! Pero no estamos solos. El amor de las personas que comparten con nosotros la nueva vida nos hace descubrir en esta tragedia el rostro de Jesús en la cruz que grita por el abandono del Padre. Con su ayuda encontramos la fuerza para decir nuestro ‘sí’ a Dios.

Nuestro hijo, como por milagro, ayudado por el amor de todos, acepta esta gran prueba: vive los dos años de enfermedad como una continua, fatigosa pero extraordinaria subida hacia el Cielo. Mi esposo siente el peso de la vida pasada y piensa que nuestro hijo está pagando el precio de ésta. A menudo no logra atravesar la puerta de su habitación. Pero una vez más el amor vence.

Cuando un día se encuentra a solas con él, lo escucha decir con un hilo de voz: «Papá, promete, no a mí sino a Dios, que cuidarás mucho de mamá y de mis hermanos».     Es el testamento de nuestro hijo: él paga para que esta nueva vida esté siempre entre nosotros. Cerca del final sigue repitiendo a cada uno: «El amor, el amor, ¡es la única cosa que vale!».

 Ahora que físicamente él no está más entre nosotros, lo sentimos aun más presente: este dolor vivido juntos nos ha purificado, nos ha unido más a Dios y entre nosotros, y nos ha abierto la puerta hacia la vida que no muere».

E. L. – America Central

Comments are disabled.