Jesús acaba de salir del templo. Los discípulos le hacen notar, con orgullo, la imponencia y la belleza del edificio. Entonces dice: “¿Ven todo esto? Les aseguro que no quedará aquí piedra sobre piedra: todo será destruido”. Luego asciende al monte de los Olivos, se sienta y, mirando a la ciudad de Jerusalén, que tiene al frente, comienza a hablar de su destrucción y del fin del mundo.
¿Cómo será el fin del mundo – le preguntan los discípulos –, y cuándo llegará? Es una pregunta que también se han planteado las sucesivas generaciones cristianas, una pregunta que se plantea todo ser humano. En efecto, el futuro es misterioso y muchas veces despierta temor. También hoy hay quienes preguntan a los magos o averiguan en el horóscopo para saber cómo será el futuro, qué sucederá…
La respuesta de Jesús es cristalina: el fin de los tiempos coincide con su venida. Él, Señor de la historia, volverá. Es él el punto luminoso de nuestro futuro.
Pero, ¿cuándo se dará ese encuentro? Nadie lo sabe, puede suceder en cualquier momento. Nuestra vida, en efecto, está en sus manos. Él nos la dio: él puede volver a tomarla en cualquier momento, sin preaviso. Aunque nos advierte: tendrán ocasión de estar preparados a ese acontecimiento, si vigilan.

«Estén prevenidos, porque no saben el día ni la hora»

Lo que Jesús nos recuerda, antes que nada, con estas palabras, es que él vendrá. Nuestra vida en la tierra concluirá y comenzará una vida nueva, que no tendrá fin. Hoy nadie quiere oír hablar de muerte… A veces se hace de todo para distraerse, sumergiéndose por completo en las ocupaciones cotidianas, al punto de olvidar al mismo que nos ha dado la vida y que nos la volverá a pedir para introducirnos en su plenitud, en la comunión con su Padre, en el Paraíso.
¿Estaremos dispuestos a ese encuentro? ¿Tendremos la lámpara encendida, como las vírgenes prudentes que esperan al esposo? Es decir, ¿estaremos en el amor? ¿O bien nuestra lámpara se habrá apagado porque, tomados por el cúmulo de cosas que hacer, por alegrías efímeras, por la posesión de los bienes materiales, nos hemos olvidado de lo único necesario: amar?

«Estén prevenidos, porque no saben el día ni la hora»

¿Cómo hacer para permanecer vigilantes? Sabemos, antes que nada, que vigila bien el que ama. Lo sabe la esposa que espera al marido que llegará tarde del trabajo o que está regresando de un largo viaje; lo sabe la madre que se preocupa por el hijo que no ha vuelto todavía a casa; lo sabe el enamorado que no ve la hora de encontrarse con su amada… Quien ama sabe esperar, por más que el otro tarde.
A Jesús se lo espera si se lo ama y se desea ardientemente estar con él.
Y se lo espera amando concretamente, sirviéndolo, por ejemplo, en quien tenemos al lado, o comprometiéndonos en la edificación de una sociedad más justa. Cuando cuenta la parábola del siervo fiel que, esperando el regreso del patrón, se ocupa de sus servidores y de las cuestiones de la casa, es el mismo Jesús quien nos invita a vivir de esta manera; o la de los siervos que, a la espera del regreso del patrón, no se quedan inactivos, sino que hacen fructificar los talentos recibidos.

«Estén prevenidos, porque no saben el día ni la hora»

Precisamente porque no sabemos el día ni la hora de su venida, podemos concentrarnos más fácilmente en el hoy que se nos da, en el afán de cada día, en el presente que la Providencia nos ofrece vivir.
Recuerdo ahora una oración que me nació espontáneo, en una ocasión, dirigirle a Dios. Decía así:
“Jesús,
hazme hablar siempre
como si fuera la última
palabra que pronuncio.
Hazme actuar siempre
como si fuera la última
acción que realizo.
Hazme sufrir siempre
como si fuera el último
dolor que he de ofrecerte.
Hazme rezar siempre
como si fuera la última
posibilidad,
que tengo aquí en la tierra,
de hablar a solas contigo”.

Chiara Lubich

 

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