Ciertamente en la historia de las disciplinas que tienen por objeto formal el análisis de la sociedad o las intervenciones sobre/en lo social, no es usual intentar un acercamiento con la espiritualidad.
No me refiero obviamente a un estudio de la religión como factor de cambio social o como elemento integrador de formaciones sociales en diversos períodos históricos.
La pregunta que quiero proponer es más audaz: una espiritualidad en su conjunto, o uno o más elementos de una espiritualidad, �puede actuar como agente inspirador para nuestras disciplinas sociales en sus reflexiones teóricas, en sus esquemas de aplicación práctica, en sus metodologías?
Me doy cuenta perfectamente de haber puesto los pies en un terreno extremadamente escarpado, lleno de obstáculos, de controversias, de debate encendido. No quisiera absolutamente entrar en este tipo de disputa.
Quisiera, muy sencillamente, contar nuestra experiencia que -como cada experiencia- es limitada, debe ser puesta dentro de cierto contexto e indudablemente ofrece la posibilidad de mil análisis y objeciones. A pesar de esto, considero válido afrontar este riesgo y ofrecer igualmente algunos primeros frutos de nuestro esfuerzo, deseando que estas reflexiones incompletas sean percibidas y acogidas por lo que son, es decir, un esfuerzo y un intento de comunicar algo en lo que creemos y de lo que vivimos y somos porque comprobamos cada vez más su validez.

El contexto del que partimos es la espiritualidad que el Movimiento de los Focolares ofrece, espiritualidad de la unidad, espiritualidad comunitaria -y por lo tanto constitutivamente con un influjo en lo social- que constituye nuestra inspiración, nuestra fuente de estudio y de investigación.
Una espiritualidad es una visión total de la existencia ofrecida a todos, un modo de mirar, comprender y vivir la realidad partiendo de una referencia religiosa; una espiritualidad cristiana mira, comprende y vive la realidad desde el ángulo de uno o más elementos del mensaje evangélico, del mensaje del Nazareno.
La perspectiva de la espiritualidad de los Focolares es la unidad, esa unidad que es fruto y cumplimiento del amor-ágape, es decir del amor con las características propias de la enseñanza de Jesús de Nazaret, con toda su riqueza no sólo teológica sino también antropológica y social.
«La unidad – escribe Chiara Lubich – es la palabra síntesis de nuestra espiritualidad. La unidad, que encierra en si toda otra realidad sobrenatural, toda otra práctica y mandamiento, toda otra actitud religiosa».
La unidad entendida, pues, como valor espiritual y no sólo esto, vista como fuerza capaz de componer efectivamente la familia humana superando todas las divisiones, no sólo territoriales, sino también las que son fruto de elecciones políticas, de condiciones étnicas, lingüísticas, sociales, religiosas (cf 1 Cor 12).
Entonces se puede acoger y considerar el Testamento de Jesús – «Que todos sean uno” (Jn. 17,21)- como un enorme recurso para las relaciones de todo tipo porque contiene en sí el germen de cada forma de integración y unidad, al rechazar y superar toda discriminación, guerra, controversia, nacionalismo, etc.
La unidad compone todas las relaciones entre personas, grupos, comunidades, estados, aportando, en la integración de los diversos actores sociales, una serie de contenidos válidos orientados a una realización de sentido y significado.
La unidad, además, en su aspecto social se llama fraternidad, una categoría de dimensisones no sólo cristianas sino universales: «Ustedes son todos hermanos” (Mt 23,8).
«Jesús, nuestro modelo -es una convicción que tenemos desde los primeros tiempos del Movimiento- nos enseñó solo dos cosas que son una: a ser hijos de un sólo Padre y a ser hermanos los unos de los otros».
«Él –sigue afirmando Chiara Lubich- revelando que Dios es Padre, y que por esto los hombres son todos hermanos, introduce la idea de la humanidad como familia, la idea de la «familia humana» que es posible por la fraternidad universal en acto. Y con esto derriba los muros que separan a los «iguales» de los «diferentes», a los amigos de los enemigos. Y libera a cada hombre de toda relación injusta, cumpliendo en tal modo una auténtica revolución existencial, cultural, política».
A lo largo de los siglos se ha escrito toda una historia de la fraternidad, en su intento de informar y penetrar vida y hechos religiosos, sociales, políticos, además de las instituciones. Esta historia conoce momentos de éxito teórico y práctico (cómo no pensar en la fraternidad monástica que determinó el renacimiento de Europa entre el s. V y VII; o en las Reducciones de los jesuitas en el Cono Sur de América latina, verdadero ejemplo de encuentro cultural en la obra de evangelización, de rescate y crecimiento económico y social, pero también de fracasos y traiciones ardientes (basta recordar las guerras de religión en Europa con su continuación de sufrimientos y muerte, las cruzadas en Medio Oriente, el saqueo de África en la época colonial). Sin embargo es posible y necesario localizar un recorrido -aunque accidentado y tortuoso- de crecimiento y maduración de la fraternidad.
La fraternidad, luego, emerge en la modernidad como categoría social y política en el tríptico de la revolución francesa: liberté, égalité, fraternité. Se lee en la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano (1789): «Todos los hombres nacen libres e iguales en dignidad y derechos. Ellos están dotados de razón y de conciencia y tienen que actuar unos hacia otros en espíritu de fraternidad».
En verdad este trinomio expresa y da un rostro al dinamismo de una humanidad una y múltiple. Una: en el reconocimiento de la dignidad de cada uno y en la afirmación de la igualdad en el plano relacional; múltiple: en la diversidad de sus expresiones culturales, sociales, políticas, etc.
La lectura ideológica de estos valores dio vida a diversas aplicaciones históricas, a veces en contraste áspero y conflictivo entre ellas.
El espíritu burgués leyó la libertad predominantemente como ensanche del poder económico y de las libertades individuales, favoreciendo de hecho a los poseedores del capital y de los medios de producción en detrimento del proletariado naciente. La igualdad encontró sitio como afirmación solemne en los códigos jurídicos, volviéndose, poco a poco, más formal que real. La fraternidad se resolvió en estrechos acuerdos de intereses de la clase privilegiada y en realidad quedó sin realizarse, lejos de cada reflexión y práctica social y política.
La reacción fue el colectivismo socialista o científico con una lectura de la libertad entendida casi exclusivamente en el plano económico en detrimento de la libertad más interior y profunda; la igualdad se volvió igualitarismo y la fraternidad se encerró en los estrechos espacios de las clases.
Quizás hoy es posible una lectura más completa y rica del trinomio para hallar un nuevo equilibrio entre los tres elementos. La misma enseñanza de la historia nos parece que indica en la fraternidad el fundamento del entero edificio, la amalgama que liga a los otros dos dándoles sentido y significado. �Por qué? Porque la fraternidad es la plenitud de la reciprocidad que, a su vez, nos ofrece una clave de lectura para una ulterior comprensión de la auténtica igualdad y de la libertad.
«El elemento base del trinomio, en el plano de la garantía vital, es la fraternidad. El elemento condicionante es la libertad como capacidad de promover la libertad del otro. El elemento verificante es la aplicación universal».

La comprensión de las relaciones o de las relaciones sociales a lo largo de la historia de la sociología se confirma con los muchos paradigmas que la han iluminado, hasta ahora muy contradictorios entre ellos. El conocimiento de las dinámicas relacionales pasa por el análisis de la integración (Durkheim), de la competición (Weberio), de la alienación (Marx), del conflicto (Dahrendorf) etc. A su vez, los paradigmas se basan en un postulado que tiene que ver con una visión antropológica. Sin éste sería bastante arduo, si no imposible, una explicación, no digo clara, sino al menos inteligible de la realidad social misma. Y no sólo: encuentra consentimiento casi unánime el hecho que estos paradigmas son influenciados y, por lo tanto, pagan un tributo real al contexto socio-cultural del que han nacido y en el cual se han desarrollado y realizado. Esta relación entre teorías sociológicas y contexto histórico-social ya ha sido puesta en evidencia con claridad por el prof. Iorio en su intervención.
Actualmente nos encontramos en medio de un cambio estructural-cultural de notable alcance y resultado desconocido. La celeridad de los cambios en curso, su influjo sobre los estilos de vida, sobre los conocimientos y sobre la cultura, además de sobre la organización socio-política es tal que hace prever un nuevo tipo de sociedad cuyos contenidos, aspiraciones valoriales o antivaloriales, líneas de pensamiento portante, sistemas de comunicación y orden político-social son al momento inimaginables.
El conocido filósofo de la ciencia Thomas Kuhn, afirmó que cada revolución científica -y no hay duda de que el actual cambio tenga esta connotación- no sólo transforma la imaginación científica tout court, sino que transforma profundamente el mundo mismo en el cual se realiza el trabajo científico.
�Podemos pensar entonces que esta nueva situación en pleno movimiento, puede engendrar, o requerir, o esperar nuevos paradigmas capaces a su vez de suscitar o producir teorías sociales nuevas?
Dicho a la inversa: �el nacimiento de un nuevo paradigma indicará que la sociedad que está asomando necesita un nuevo punto de referencia, una nueva perspectiva para iluminar, explicar sus propios rasgos, aclarar sus propias aspiraciones e impeler hacia nuevas metas?
Mientras en el actual panorama de las Ciencias Sociales asoman nuevos modelos interpretativos como la red (Barnes-Bott), el don (Caillé, Godbout) y la misma relación social, (Touraine, Donati, Bajoit), a la búsqueda de una nueva clave de lectura e interpretación de la post-modernidad, nosotros creemos que el binomio unidad-fraternidad puede constituir un paradigma o un modelo innovador y capaz de conducir las Ciencias Sociales, en nuestro caso de especial modo la Sociología y el campo de las Políticas Sociales y la existencia social, hacia sendas inéditas y todavía inexploradas. Esta convicción no parte sólo de un dato teórico, sino de la constatación de la incisividad de la unidad-fraternidad sobre los comportamientos y sobre las elecciones de millones de actores sociales individuales y colectivos que actúan en los más variados sectores de la vida social, a dimensión planetaria.
El Movimiento de los Focolares, con sus ocho millones de miembros y adherentes -en sus ramas, ramificaciones, movimientos de masa, obras sociales, ciudadelas de testimonio, diálogo a todo campo-, representa un formidable laboratorio donde se está experimentando lo que significa considerar y vivir la «unidad-fraternidad» como principio inspirador de la convivencia social.
Tal realidad ya no es un hecho escondido, sino que hoy es reconocido también a nivel de científico como un fenómeno social de influjo cierto sobre la sociedad. Con ocasión de la asignación del Doctorado honoris causa en Ciencias Sociales a Chiara Lubich por parte de la Universidad de Lublino (Polonia), el prof. Adam Biela -entonces decano de la facultad- afirmó en su Laudatio: «La acción del Movimiento de los Focolares constituye un vivo y real ejemplo de aplicación en las relaciones sociales del paradigma de la unidad, tan necesario a las Ciencias Sociales para que adquieran una nueva fuerza de aplicación capaz de sanar y de prevenir la patología social, los conflictos, las enfermedades psicógenas, las agresiones manifiestas, las guerras y los crímenes (…).
«La actividad social de Chiara Lubich, impregnada del carisma del anuncio de la unidad evangélica, constituye una inspiración viva y un ejemplo para las Ciencias Sociales para que creen un paradigma interdisciplinario de unidad como fundamento metodológico para la construcción de modelos teóricos, de estrategias de búsqueda empírica y esquemas de aplicaciones. Chiara Lubich, en un primer momento junto a sus colaboradoras, y después con sus colaboradores, ha creado un nuevo fenómeno social que, indicando la posibilidad de aplicación para el nuevo paradigma de unidad, puede jugar un importante papel inspirador que, estoy convencido, tiene la oportunidad de encontrarse a la base de las Ciencias Sociales y de significar tanto cuanto la revolución copernicana para las ciencias naturales».
Palabras muy empeñativas éstas, pero no por esto menos verdaderas si las consideramos no tanto el espejo de una realidad ya cumplida, cuanto las potencialidades de un carisma que pide y ambiciona, y ya ha empezado desde hace mucho tiempo a convertirse en un hecho concreto. Y son palabras que invitan al trabajo de estudio e investigación, con su carga de fascinación.
Dicho esto, me preparo no sin temor y consciencia de los límites de mi balbuceo, a ofrecer algunas primeras indicaciones de los contenidos ínsitos en el modelo «unidad-fraternidad».
No se trata obviamente de un bosquejo de teoría y ni mucho menos de un pensamiento articulado. Sólo son puntos de reflexión, indicaciones, puntos de partida para un ulterior trabajo de profundización y análisis que esperamos llevar adelante ahora, y dentro de lo posible también en un futuro, junto a todos ustedes.

La unidad-fraternidad como relación
Se podría pensar que centrar nuestro discurso en el valor de la persona, en un cierto sentido nos debería hacer tomar distancias de acercamientos holísticos, prefiriendo los del individualismo metodológico que pone al actor social y sus elecciones en el centro de la construcción teórica. Pero las cosas no están específicamente así. Ante todo porque la categoría de individuo puede resultar muy pobre, abstracta y cerrada, mientras que la idea de persona aparece rica en identidad, cargada de valor y sobre todo de relaciones sociales y comunitarias, en una palabra, rica en historia.
Según Horkheimer y Adorno «Afirmando que la vida humana es esencialmente y no sólo casualmente convivencia se restablece en cuestión el concepto del individuo como átomo social último. Si en el fundamento mismo de su existir el hombre es a través de los demás, que son sus semejantes, y sólo por ellos es lo que es, entonces su definición última no es la de una originaria indivisibilidad y singularidad, sino más bien la de una necesaria participación y comunicación con los otros. Antes de ser individuo, el hombre es uno de los semejantes, se relaciona con los otros antes de referirse explícitamente a mismo, es un momento de las relaciones en el que vive antes de poder llegar eventualmente a autodeterminarsi. Todo esto es expresado en el concepto de la persona…»
Persona quiere decir relación, posibilidad y capacidad de ponerse delante del otro y ser reconocido por él. «La persona emerge cerca de todos nosotros y cerca de cada uno solamente cuando el re-conoscimento contiene en si ya sea la designación-indicación empírico-cognitiva, ya sea la reacción a la designación-indicación misma. Mediante la designación-indicación yo reconozco que alter es un plomero, un colega de Facultad, un vendedor de fruta. La persona emerge cuando la designación produce una reacción moral, y por lo tanto alter es incluido en el universo moral de ego colocándolo dentro de una responsabilidad carente de sanción y devolución».
Las personas componen la relación que las envuelve, las comprende, las contiene, las transforma condicionándolas desde afuera y estimulándolas desde dentro. Entonces la relación se convierte en una realidad entre los dos o más, nacida y alimentada de su ser y de su actuar y, a su vez, alimenta su ser y su actuar, los ayuda a crecer y a madurar en un determinado modo y con una creciente profundidad de vida.
Una cualidad primaria de la unidad-fraternidad inspirada en una prospectiva cristiana es la universalidad. Eso significa extender las relaciones fraternas más allá de los vínculos de la relación parental y las uniones familiares para alcanzar y abrazar a cada ser humano, hombre o mujer, ciudadano o extranjero, de la mia o de otra raza, patria, etnia, religión, considerado y acogido como a un hermano, una hermana.
También se puede afirmar que todos son hermanos y hermanas justamente porque la entera humanidad es reunida por Cristo como una única familia. La fraternidad constituye un valor tan constitutivo de la humanidad y tan universal, que se la encuentra en alguna medida afirmada en todas las grandes religiones.
Para quedarnos en el ámbito a cristiano y llevarlo a sus últimas consecuencias, hace falta añadir que la oración de Cristo antes de encaminarse a su pasión y muerte: «Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros»(Jn. 17,21), indica la relación trinitaria de las tres Personas divinas como el fundamento y el modelo de relacionarse de los seres humanos.
El donarse recíproco de los Tres en una relación de ágape constituye su ser Persona.
Análogamente sucede entre los seres humanos. «Más das, más te realizas, más eres, porque se tiene lo que se da, lo que se da nos hace ser».

La unidad-fraternidad requiere unidad y distinción
La relación de unidad-fraternidad exige, y para cumplirse requiere contemporáneamente la unidad y la distinción. Reconocer la presencia simultánea de los dos elementos no es sólo importante sino necesario porque la unidad bien concebida refuerza e incluso realiza una sana simbiosis entre las partes de la relación aún manteniéndolas distintas. La distinción, a su vez, subraya, preserva y tutela la identidad de cada uno, impidiendo cada absorción, dependencia o sumisión, y al mismo tiempo manteniéndola en la unidad.
Además, sólo gracias a la distinción cada uno llega a ser actor y toma iniciativas para alimentar y enriquecer la unidad.
La distinción obra una diferenciación que, en cierto modo, significa «oposición», no cierto en el sentido de contraposición, contraste o conflicto, sino en el sentido que cada uno «siendo el otro» se convierte más plenamente en si mismo.
�Cómo es posible que esto se realice, que la relacionalidad no desemboque en la exclusión recíproca?
La verdadera intersubjetividad como unidad en la distinción o en la diferencia, es posible cuando se tiene la experiencia cognitiva y afectiva profunda del propio yo y del yo del otro hasta el punto de percibirse y de percibir a los otros como centros de ser autónomo, autoconsciente, libre; iguales, en la propia dignidad y al mismo tiempo diferentes.
Diferencia quiere decir también conciencia de que se tiene algo único que ofrecer al otro o al conjunto. De aquí toda la dinámica y la necesidad de saber tomar iniciativas para dar impulsos nuevos a la unidad y la prontitud en perder los propios eventuales ‘dones’ si no fuera el momento de ofrecerlos.
Porque no sólo cada uno no es el otro sino que cada uno es él mismo sólo a través del otro. Por otra parte la unidad obra una conjunción y una fusión muy intensa y una íntima comunión de sentimientos pero sin anular nunca la distinción.
También se puede configurar e hipotizar un relacionarse fraterno que comporta no sólo la unidad-distinción a nivel micro sino también a nivel macro: entre comunidad, pueblos, etnias, naciones, religiones, instituciones.
El proceso de mundialización lo requeriría como dimensión necesaria de la nueva realidad social que se va planteando. La fraternidad podría estar en grado de activar en las relaciones internacionales un plus nuevo e innovador, ciertamente difícil y complejo de articular y realizar, pero factible y decisivo para el futuro de la humanidad. En efecto, en este sentido, la historia ofrece ejemplos no irrelevantes.

La unidad-fraternidad como reciprocidad
Uno de los dinamismos de la acción social es el de ser recíproca.
Weber indica la reciprocidad como un dinamismo de la acción social. Lo mismo hace Simmel para el cual todo sucede en la relación social por él definida como acción recíproca.
La relación social es la categoría teórica fundamental, que debe ser entendida como interacción o sea acción recíproca.
«Para Simmel el fenómeno social no es una emanación de un sujeto ni tampoco de un sistema abstracto más o menos establecido a-priori. Lo social es lo relacional en cuanto tal, o sea la acción recíproca en cuanto inter-acción que produce, se incorpora y se manifiesta en algo que, incluso no visible, tiene su solidez».
El propio Simmel explica cómo se constituye este proceso entre individuos, el cual da vida a una realidad nueva y que tiene vida propia más allá de los elementos de los que deriva.
«La vida de la sociedad consiste en las relaciones recíprocas de sus elementos-relaciones recíprocos que en parte se desarrollan en acciones y reacciones momentáneas y en parte se consolidan en estructuras definidas: en los despachos y leyes, órdenes y propiedad, lengua y medios de comunicación. Todos estos efectos sociales recíprocos nacen sobre la base de determinados intereses, objetivos e impulses, y forman al mismo tiempo la materia que se realiza socialmente en el estar juntos los individuos, uno al lado del otro, uno para el otro o el uno con el otro».
Sea Weber que Simmel tratan de explicar esta reciprocidad: dictada por un sentido dado por el sujeto (Weber), o en vista de determinados objetivos (Simmel).
Se puede decir que la unidad-fraternidad genera la reciprocidad en el amor, que es ágape, espejo y reflejo del ágape trinitario («Dios es Amor» 1 Jn 4,8). «El Dios de la religión es el Dios de la relación: la unidad concebida como interacción» . Nos encontramos delante de un tipo particular de amor que no se suma a los amores humanos (paternal, materno, filial, de amistad, nupcial) sino que los informa a todos, subyace a todas las posibilidades de amor en sus diferentes matices. De modo que cada tipo de amor humano es más plenamente tal en la medida en que se modela sobre la fraternidad.
Reciprocidad, según el modelo trinitario, en la concretización del mandamiento de Jesús: «Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros» (Jn. 13,34), significa además mutua “co-habitación”, es decir, contenerse mutuamente, el recíproco estar el uno en el otro y el otro en el uno, hasta compenetrarse de modo que los sujetos se unen distinguiéndose y se distinguen uniéndose.
La relación fraterna es esencialmente recíproca, como movimiento que va y que vuelve, impregnada de valores como la confianza, la acogida, la escucha, el regalo, el compartir, y está orientada a superar y a solucionar el contraste, el conflicto, la contraposición, la ruptura.
La consecuencia es la plena y auténtica realización de la intersubjetividad de los actores implicados en la relación, cuando viven el empeño recíproco uno hacia el otro. De este modo se dan las condiciones para una realización más plena de la persona.

La unidad-fraternidad como don
Más allá de los paradigmas del individualismo metodológico y del holismo colectivista, hoy el don es presentado hasta como un «tercer paradigma» que responde a los paradigmas anteriores con una lógica de libertad y gratuidad en sus tres momentos constitutivos: dar, recibir, devolver.
El don, también desde un punto de vista sociológico, se manifiesta como un concepto de referencia fuerte para la descripción, la comprensión y la interpretación de la dinámica de las relaciones sociales.
«El don contiene un imprescindibile aspecto de sociabilidad y relacionalidad, en el que se presentan expresiones y consecuencias, incluso independientemente de las orientaciones internas o interiores -por ejemplo caritativos, filantrópicos o «interesados»- de quien lo hace ser».
Los sociólogos del MAUCS -Movimiento antiutilitarista en las Ciencias Sociales- definen el don como «cada prestación de bienes o servicios efectuados, sin garantía de restitución, para crear, alimentar o recrear la unión social entre las personas».
El problema de la restitución como elemento constitutivo e indispensable del don ya había sido presentado por Marcel Mauss en su «Essai sur le don” en el 1924, pero sin solucionar la cuestión. En efecto, según muchos autores el problema sigue abierto.
Un intento de solución se generó con la indicación y la búsqueda de una lógica de la reciprocidad como explicación de la necesidad de la restitución. La reciprocidad sería la razón de la contrapartida en todas las situaciones. El interrogante que se mantiene es: en los actores del acto de donar �todavía existe la responsabilidad de recibir y de devolver?
Recientemente en una conferencia en Alemania, el filósofo Paul Ricouer, bajo el influjo de M. Henaff («Le prix de la vérité») indica una nueva solución:
«(Si los actores) tienen que ser realmente los actores de la reciprocidad el único camino abierto es decir que el don es la garantía y el sustituto de un reconocimiento recíproco que no se reconoce ipso facto; por lo tanto el reconocimiento no puede certificarse más que con el regalo (…)
«El regalo no tiene precio: no quiere decir que no haya costado; pero en el acto del intercambio no se manifiesta por su precio: es el sin precio. Y es en las experiencias no comerciales que tenemos la posibilidad del regalo como garantía y como sustituto de un reconocimiento recíproco».
Así explica Simmel la acción recíproca del donar y de la aceptación del don: «En cada donar, más allá del valor intrínseco del regalo, está contenido un valor espiritual en base al cual nosotros podemos afianzar o anular con otro regalo exteriormente equivalente la unión interior que se creó con la aceptación del regalo. La aceptación del regalo no es sólo un enriquecimiento pasivo, sino también una concesión del donador. Igual que en el donar, también en el dejarse donar se evidencia una predilección que va mucho más allá del cuánto del objeto».
En la unidad-fraternidad el regalo es vivido en una dimensión todavía más amplia y profunda, más envolvente de nuestro propio ser.
“He sentido –escribe Chiara Lubich- que he sido creada como un don para quien está a mi lado, y quién está a mi lado ha sido creado por Dios como un don para mí. Así como el Padre en la Trinidad es todo para el Hijo y el Hijo es todo para el Padre».
Además la fraternidad revela y explica en qué consiste la esencia del don. «El hombre origina las sociedades gracias a una generosidad radical que se encuentra ínsita en su ser, en su vida, en su inteligencia y en el amor, que le permiten el diálogo con los otros y abundar en el regalo de si».
El ser humano entonces es un ser para el don y esta cualidad suya impregna todos los vínculos y todas las relaciones en que está involucrado.
Don, pues, es sinónimo de amor. El don no es otra cosa que amor en acto, que no sólo no se cierra, sino que es difusivo de por si. El amor solicita el don, pide a cada agente social, individual o colectivo, que se transforme y actúe como un donador.
«Y amar significa donarse: pensar en el hermano viviéndolo…» (Lubich, Escritos inéditos).
La relación fraterna, símbolo del amor-ágape realizado se carga así de contenidos. Es puro don pero no rechaza el intercambio y la reciprocidad, más bien la solicita, pero en un perfil alto. No incluye lo que se puede comprar, vender, poseer y consumir, sino que se eleva hacia la libertad y el amor.
El regalo de sí al otro se manifiesta incluso en el dar los bienes espirituales y materiales, como compartir y como comunión de bienes. «Así el amor circula y lleva naturalmente, por la ley de comunión que le es innata, como un río ardiente, toda otra cosa que los dos poseen para hacer comunes los bienes del espíritu y los materiales».
El compartir y la comunión de los bienes refuerzan los vínculos fraternos creando un verdadero arte del dar enriquecido con ulteriores actitudes bien precisas: gratuidad, oblatividad, apertura, regocijo, reciprocidad.

La unidad-fraternidad como comunión
La categoría «comunión» no es muy usada en Sociología, es más, diría que está lejos del lenguaje sociológico y en cierto modo le es casi desconocida.
Sin embargo hoy va ganando terreno y sobresale como un concepto muy rico y con muchas valencias.
Ella es obviamente ante todo categoría que encuentra gran uso y ciudadanía en el ámbito de la espiritualidad y de la teología cristianas. En efecto, en este sentido se puede afirmar que la comunión encuentra su manantial generador en la comunión de vida del propio Dios en su ser Trinidad, comunión de amor entre Personas.
La comunión trinitaria es pues el fundamento ontológico de cada forma de comunión como sustancia y como vida. Y así se convierte incluso en categoría antropológica.
Juan Pablo II en la carta encíclica Sollicitudo Rei Socialis afirma: «Más allá de los vínculos humanos y naturales, que ya son tan fuertes y estrechos, se vislumbra a la luz de la fe un nuevo modelo de unidad del género humano (…). Este supremo modelo de unidad, reflejo de la vida íntima de Dios, Uno en Tres Personas, es lo que nosotros cristianos designamos con la palabra comunión» (n. 40).
El insigne teólogo Klaus Hemmerle, ex obispo de Aquisgrana, subraya y explica esta relación entre la divinidad y la humanidad: «Nuestro ser personal es asumido en la comunión de vida y de amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu; pero de este modo yo, solo yo ya no puedo representar el punto de partida y el punto final de mi ser, sino que puedo vivir la existencia trinitaria solamente en la reciprocidad, en el «nosotros», que sin embargo no disuelve ni el yo ni el tú, sino que los constituye».
Es evidente que aunque no consideremos este fundamento espiritual, la convivencia social relacional, entendida como interacción, se cumple en la comunión.
Es así que la comunión también asciende a categoría económica con la “Economia de Comunión». Es un proyecto económico lanzado por Chiara Lubich en Brasil en el 1991 y que se apoya sobre dos columnas portantes: el compartir las utilidades de la empresa con los pobres y la inserción de la comunión en las relaciones económicas. Si el primer elemento exige la superación de la cultura del tener para asumir la cultura del dar, el segundo implica el salto de la racionalidad formal o instrumental y la asunción de una racionalidad «expresiva» o «no instrumental.» Las empresas que adhieren al Proyecto EdC están dilucidando las líneas de conducta de las empresas que giran alrededor del concepto de comunión como esencia de las relaciones empresariales internamente (con los trabajadores, clientes, proveedores, etc.) y al exterior (con las finanzas, el territorio, la competencia, etc.). Esto implica privilegiar, en las relaciones interpersonales, a las motivaciones, los valores y dar énfasis a temas como la confianza, la reciprocidad, etc.
La comunión en Economía ofrece a la Ciencia Económica nuevos estímulos y nuevas posibilidades de solucionar las mismas contradicciones con sus efectos perversos, injertando un círculo virtuoso en el que encuentran lugar nuevos elementos más positivos y más propositivos.
La comunión además encuentra espacio como categoría jurídica dentro del así llamado Derecho Social que deriva directamente del funcionamiento de los grupos sociales.
Georges Gurvitch fue el que mejor ha realizado la obra de sistematización de la tradición que desemboca en el Derecho Social, incluso denominado por él Derecho de Comunión.
Según Gurvitch el » ‘Derecho Social’, es un derecho autónomo de comunión que integra en forma objetiva cada totalidad activa real, que encarna un valor positivo extratemporal. Este derecho es derivado directamente del ‘todo’ en cuestión para regular su vida interior independientemente del hecho de que este ‘todo’ esté organizado o in-organizado. El ‘Derecho de comunión’ hace participar al ’todo’ en la relación jurídica que de él deriva, sin transformar este ‘todo’ en un sujeto separado de sus miembros».
Se puede decir entonces que el «Derecho de comunión» y la comunión encuentran, uno en el otro, respectivamente, la propia justificación.
Este «todo» social -para los teóricos del Derecho Social- tiene el sentido de una «comunión inmanente», es decir, de una realidad al mismo tiempo jurídico-ética y jurídico-formal.
En el sentido jurídico-formal esta «comunión inmanente» indica la comunidad humana que se constituye y el hecho que nos encontramos delante de algo que Gierk ha denominado «persona jurídica compleja», caracterizada por el hecho que el «todo» no es transcendente con respecto de los miembros que lo componen, pero tampoco puede confundirse con los miembros en cuestión y tampoco con su suma.
Se puede entonces definir la comunión en términos realmente éticos y jurídicos en coherencia con el espíritu de la fraternidad.
Y todavía más, la comunión es categoría sociológica.
En una de sus obras fundamental Gurvitch realiza un profundo análisis de la manifestación de la socialidad derivada de la parcial fusión de los sujetos. Según el grado, la intensidad y la profundidad de esta fusión él distingue tres formas de sociabilidad, que llama: un «Nosotros». Estas tres formas son: la Masa, la Comunidad y la Comunión. Luego, describe profusamente las relaciones que se establecen entre los Yo, los Él y los Otros dentro del «Nosotros».
«Un «nosotros» (como «nosotros franceses», «nosotros militantes sindicalistas», «nosotros estudiantes», «nosotros padres») constituye un todo irreducible a la pluralidad de sus miembros, una nueva unidad indivisible, en el cual sin embargo el conjunto tiende a ser inmanente a las partes y las partes inmanentes al conjunto. Esta inmanencia recíproca, que podría definirse también como una participación recíproca de la unidad en la pluralidad y de la pluralidad en la unidad puede asumir formas muy diferentes en los diferentes Nosotros».
La comunión representa el grado máximo de intensidad de participación, por fuerza de atracción y de la profundidad de fusión de los «Nosotros». Se trata, fijándonos bien, del «Nosotros» más profundo, dónde la fusión es máxima y «reúne las profundidades más personales y más íntimas del Yo y de los Otros, ningún aspecto de los cuales queda fuera de la participación y de la integración en el Nosotros» .
Las reflexiones de Gurvitch se desarrollan en el campo del microsociologia y son de indudable interés para una mayor comprensión de las relaciones cara a cara.
En el caso de las relaciones fraternas se expresan una serie de dinámicas correlacionadas que enriquecen, dan unicidad y ulterior sentido a la relación misma. Ello en efecto incluye el ser los unos con los otros, donde se pone en evidencia la libertad y la absoluta elección de entrar y participar en la relación; el ser los unos para los otros que hace resaltar el «cómo» de la relación o sea sus modalidades; el ser los unos en los otros que subraya la capacidad de ser y de hacer el regalo de si a los otros; el ser los unos gracias para los otros donde se evidencia que la identidad de cada uno puede expresarse de la mejor manera en la comunión recíproca entre ellos.
Se puede afirmar que en la relación fraterna la profundidad de las relaciones, la intensidad de la interacción y los sentimientos de amor, de consideración, de afecto, de confianza -hechos universales- componen relaciones de comunión capaces de inspirar en la realidad social a todos los niveles y amplitud, un soplo positivo y generador de armonía, de equilibrio, orden y, justamente por esto, de progreso, desarrollo y perfeccionamiento de notable alcance, todos elementos particularmente requeridos por una sociedad caracterizada por anonimato y contrastes.

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