Jesús solía hablar por medio de imágenes y parábolas. Era un modo simple y eficaz de enseñar las verdades más profundas que traía con él. La semejanza del pastor con su rebaño, en la cual se integra esta Palabra de Vida, les recordaba a sus oyentes escenas familiares de la vida cotidiana. Jesús habla de ladrones y asaltantes que, como lobos rapaces, hacen estragos con el rebaño. En cambio él se compara a un buen pastor, aquel a quien realmente le interesan sus ovejas, las guía y las defiende, hasta el punto de jugarse la vida, si fuera necesario.
Sólo que, más allá de las palabras, esto en Jesús se vuelve realidad: él realmente murió en la cruz “para que tuviéramos Vida” (1).

«Yo he venido para que tengan Vida…»

Vino porque el Padre lo envió a traernos su vida divina. En efecto, Dios ha amado tanto al mundo que le dio a su hijo, para que quien cree en él no muera, sino que tenga la vida eterna (2).
La vida que Jesús vino a traernos no es la simple vida terrenal, que hemos recibido de nuestros padres. En efecto, la vida que él nos dona es “vida eterna”, es decir, la participación en su vida de Hijo de Dios, el ingreso en la comunión íntima con Dios: es la misma vida de El. Jesús nos la puede comunicar porque él mismo es la Vida. “Yo soy la Vida” (3), ha dicho de sí mismo, y “de su plenitud todos nosotros hemos participado” (4).
Pero, pero sabemos, la vida de Dios es el amor.
Jesús, hijo de Dios que es amor, al venir a esta tierra, vivió por amor, y nos trajo el mismo amor que arde en él. Nos dona la misma llama de ese infinito incendio y nos quiere “vivos” de su vida.

“… y la tengan en abundancia”

Dado que Jesús no sólo posee la vida, sino que “es” la Vida, él la puede dar en abundancia, así como da también la plenitud del gozo (5).
El don de Dios siempre es sin medida, infinito y generoso como él. Por eso, Dios sale al encuentro de las aspiraciones más profundas del corazón humano, a su hambre de una vida plena y sin fin. Sólo él puede colmar el ansia de infinito. Su vida, en efecto, es “vida eterna”, un don no sólo para el futuro, sino para el presente. La vida de Dios en nosotros comienza ya desde ahora y no muere más.
¿Cómo no pensar en esos cristianos realizados que son los santos? Se muestran tan plenos de vida que la desbordan a su alrededor.
¿De dónde provenía esa mirada universal de San Francisco, capaz de acoger a los pobres, encontrarse con el Sultán, reconocer en toda criatura a sus hermanos y hermanas? ¿De dónde provenía ese amor laborioso de la Madre Teresa de Calcuta, que se hizo madre para todo niño abandonado, y hermana para cada persona sola que encontraba? Ellos poseían una vida extraordinaria, la que les había dado Jesús.

«Yo he venido para que tengan Vida, y la tengan en abundancia»

¿Cómo vivir esta Palabra?
Recibamos la vida que Jesús nos dona, y que ya vive en nosotros por el bautismo que hemos recibido y por nuestra fe. Vida que siempre puede crecer, en proporción a cuanto amemos. Es el amor el que hace vivir. Quien ama, dice San Juan, permanece en Dios6, participa de su misma vida. Sí, porque si el amor es la vida y el ser de Dios, el amor es también la vida y el ser del hombre. Como también es verdad que todas las veces que no amamos, es como si no viviéramos.
Un testimonio elocuente de ello ha sido la partida al Cielo de Renata Borlone, una focolarina de la cual en estos días se ha iniciado su causa de beatificación. Al haber aceptado con todo el corazón, como voluntad de Dios, la noticia de la muerte inminente, decía que quería dar testimonio de que “la muerte es vida”, es resurrección, y se hizo el propósito de demostrarlo, con la ayuda de Dios, hasta el final. Y lo logró, transformando así un acontecimiento luctuoso, en un tiempo de Pascua.

Chiara Lubich

1) I Jn 4, 9;
2) Cf Jn 3, 16;
3) Cf Jn 14, 16;
4) Jn 1, 16;
5) Cf Jn 17, 13;
6) I Jn 4, 16.

 

Comments are disabled.