Más allá de las normas jurídicas que regulan nuestra vida, el amor es la medida más alta de la justicia, y resuelve también las situaciones aparentemente sin salida.

Como abogado, no me faltan las ocasiones para ejercitar mi capacidad profesional al servicio de los demás, tratando de no poner límite a la posibilidad de amar en las circunstancias concretas. Este modo de interpretar y conducir la profesión a menudo produce un cambio radical en los demás.

Un día me llamó por teléfono una señora. Su hija, después de una pelea con el marido, había decidido separarse. El yerno había buscado un abogado que –más o menos en 24 horas- habría preparado el recurso para la separación consensual; faltaba sólo la firma de la esposa. La señora, preocupada, me pedía que interviniera. Sabía que el gesto de los dos jóvenes lo dictaba la rabia del momento, y no quería que esto perjudicara el futuro de su familia.

Pero sin el consentimiento de una de las partes, no podía hacer nada. La señora me había pedido que de todas formas recibiera a la hija, que había venido a mí con la excusa de escuchar el parecer de otro abogado.

Escuché largo rato a la joven esposa y me di cuenta de que el matrimonio se podía salvar y que realmente los dos habían actuado por impulso, sin darse cuenta de las reales consecuencias: de hecho sólo firmar el recurso podía significar para los dos el final de su relación. Terminando la conversación la señora me pidió que la representara en el juicio.

De este modo llamé al colega que había preparado el recurso, diciéndole que antes de preparar una separación tengo la costumbre de profundizar bien las razones de las crisis y que 24 horas no me eran suficientes. Me hice mandar el boceto del recurso. Después de algunos días volví a llamar a la señora. Me respondió que tanto ella como su marido lo habían vuelto a pensar y que habían decidido dar marcha atrás. Últimamente he sabido que ahora además tienen dos bellísimos niños.

(F.C.)

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