Esta es una maravillosa palabra de Jesús que, en cierto sentido, todo cristiano puede repetir para sí mismo y que, si la pone en práctica, está en condiciones de llevarlo muy lejos en el Santo Viaje de la vida.
Jesús, sentado junto al pozo de Jacob, en Samaría, está concluyendo su diálogo con la samaritana. Los discípulos, que vuelven de la ciudad cercana, donde fueron a comprar provisiones, se asombran de que el Maestro esté hablando con una mujer, pero ninguno le pregunta por qué lo hace y, cuando la samaritana se va, lo invitan a comer. Jesús intuye sus pensamientos y les explica el motivo de aquella conversación, respondiéndoles: “Yo tengo para comer un alimento que ustedes no conocen”.
Los discípulos no comprenden: piensan en el alimento material y se preguntan entre ellos si, durante su ausencia, alguien le ha traído de comer al Maestro. Entonces Jesús les dice abiertamente esta frase:

“Mi comida es hacer la voluntad de aquel que me envió y llevar a cabo su obra” (Jn 4, 34)

Todos los días tenemos necesidad de alimento para mantenernos con vida. Jesús no lo niega. Y aquí habla precisamente de su necesidad natural, pero lo hace para afirmar la existencia y la exigencia de otro alimento, de un alimento más importante, del cual él no puede prescindir.
Jesús bajó del Cielo para hacer la voluntad de aquel que lo envió a llevar  a cabo su obra. No tiene ideas o proyectos suyos más que los del Padre. Las palabras que pronuncia, las obras que realiza, son las del Padre. No hace su  propia voluntad sino la de aquel que lo ha enviado. Esa es la vida de Jesús. Realizarla es lo que sacia su hambre. Al hacer su voluntad, se alimenta.
La adhesión plena a la voluntad del Padre es lo que caracteriza su vida, hasta la muerte de cruz, donde verdaderamente habrá llevado a cabo en plenitud la obra que el Padre le había confiado.

“Mi comida es hacer la voluntad de aquel que me envió y llevar a cabo su obra” (Jn 4, 34)

Jesús considera la voluntad del Padre como su alimento, porque al actuarla, “asimilarla”, “comerla”, al identificarse con ella, recibe de ella la Vida.
Pero ¿cuál es la voluntad del Padre, esa obra suya que Jesús tiene que llevar a cabo? Es procurarle al hombre la salvación, darle la Vida que no muere.
Pues bien, un momento antes, con su conversación y su amor, Jesús le acababa de comunicar a la samaritana un germen de esa Vida. En efecto, los discípulos podrán ver muy pronto cómo esa Vida brota y se extiende, porque la samaritana comunicará la riqueza descubierta y recibida a otros samaritanos: “Vengan a ver a un hombre que… ¿No será el Mesías?”1.
Jesús, hablándole a la samaritana, revela el plan de Dios, que es Padre: que todos los hombres reciban el don de su vida. Esa es la obra que a Jesús le apremia llevar a cabo, para confiarla luego a sus discípulos, a la Iglesia.

“Mi comida es hacer la voluntad de aquel que me envió y llevar a cabo su obra” (Jn 4, 34)

¿Podemos nosotros vivir esta Palabra tan típica de Jesús, que refleja de modo tan particular su ser, su misión, su celo? Por cierto: será necesario que vivamos también nosotros nuestro ser hijos del Padre por la vida que Cristo nos ha comunicado, y alimentar así nuestra vida con su voluntad.
Lo podemos hacer llevando a cabo lo que él quiere de nosotros a cada momento de manera perfecta, como si no tuviéramos otra cosa que hacer. En efecto, Dios no quiere más que eso.
Alimentémonos, entonces, de lo que Dios nos pide en cada instante y experimentaremos que esta manera de actuar nos sacia: nos da paz, alegría, felicidad, nos da un anticipo –y no es exagerado decirlo– de la felicidad eterna.
Así contribuiremos también nosotros, con Jesús, a que se realice día a día la obra del Padre. Será la mejor manera de vivir la Pascua.

Chiara Lubich

1) Evangelio de Juan 4, 29.

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