© Centro Santa Chiara

El 11 de marzo, a las 14’46 hs, estaba preparando la merienda en el jardín de infancia donde trabajo. Sentí un gran temblor de tierra, y enseguida reuní a los niños para protegernos. Esperé que el terremoto terminase, pero –dado que las sacudidas no parecían acabar-, también yo, que estoy acostumbrada a los terremotos, empecé a tener miedo.

En esta situación, todos sentimos el deseo de ayudarnos para afrontar juntos aquello que sucedería.

A la tarde llegaron los padres a recoger a los niños: debido al bloqueo de los transportes, habían caminado mucho para llegar, y lloraban de la alegría al ver que sus hijos estaban a salvo. Cuando todos los niños ya habían vuelto a casa, respiré aliviada y encendí la TV de la escuela. En aquel momento, escuché la noticia del tsunami. Entre las zonas afectadas estaba también Miyako, mi ciudad.

Desde entonces, durante seis días, traté de telefonear a casa, sin ningún éxito. Más seguía las noticias, más me daba cuenta del tamaño de la desgracia, y más sentía en mí, los sufrimientos físicos y espirituales de las víctimas. Era la primera vez que experimentaba un dolor tan grande.

Al mismo tiempo, me sentía interpelada por Dios: “¿Realmente tú me amas?, ¿crees en mi amor verdaderamente?”, y yo: “Sí, Señor, creo en tu Amor. Creo en tu Amor. Tú lo sabes que creo”. Y entendí, que había llegado el momento de vivir con coraje la virtud de la fe, de la esperanza y de la caridad; había que amar a todos, viviendo plenamente el amor recíproco”.

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Se confirmó en mí, la fe profunda, en que todo lo que Dios permite es seguramente por un designio de amor. Le confié la preocupación por mi familia, decidiendo hacer momento por momento, aquello que me parecía fuera su voluntad.

Traté de transmitir un clima de serenidad en el trabajo: sostener a la colega que, por los retrasos del tren, después de tres horas de viaje llegaba cansada al trabajo. Prestar ropa de abrigo a los compañeros que, por el ahorro energético, tenían frío. Sobre todo, traté de dedicarme a los niños que, por el peligro de nuevos temblores de tierra, no podían jugar fuera. ¡Dentro me volvió de nuevo la paz!.

Mientras tanto, trataba de comunicarme con mi familia por todos los medios pero sin ningún resultado.

“Cuando sucedió el tsunami mi cuñada estaría en el trabajo en el gran negocio de la ciudad; mi sobrina estaría en la escuela, que está cerca del puerto” pensaba para mí, y me abrumaba la preocupación. Pero, justo en aquellos momentos, me llegaba una llamada de mis amigos o un correo electrónico, que me aliviaban el corazón. También mis compañeras sufrían conmigo y esto me llenaba de gratitud.

En el Evangelio del 17 de marzo estaba la frase de Jesús: “Pidan y se les dará”. Y, justo aquel día, se celebraba el aniversario del fin de la persecución de los cristianos en la ciudad de Nagasaki, después de 250 años. Pedí a la Virgen que me hiciera saber dónde estaba mi familia, y con el corazón lleno de paz, volví a casa. Poco después sonó el teléfono: era mi padre. “Todos estamos bien, la casa no ha sido siniestrada”, me dijo con voz serena.

Esta experiencia me ha enseñado muchas cosas, en particular, a vivir y a abrazar los dolores de los otros y a transmitir, a mí alrededor, el amor y la luz recibidos de Dios.

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