El ingreso de Jesús a Jerusalén, entre aplausos y palmas, tiene un significado político, no sólo porque la multitud reconoce, instintivamente, en Él al jefe del pueblo, sino también porque es Él mismo, jefe pacífico, quien afirma en esa circunstancia el valor político de su mensaje.

En ese día, por lo tanto, precisamente mientras la turba (la masa, diríamos hoy) lo aclamaba como Rey de Israel, Jesucristo, al bajar del Monte de los Olivos, ante la panorámica de Jerusalén que se le presenta con sus casitas blancas alrededor del Templo resplandeciente, en medio de la alegría de todos, estalló en llanto, y gimió: <em>¡Si tú también hubieras sabido en este día lo que conduce a la paz! Pero ahora está oculto a tus ojos. Porque sobre ti vendrán días, cuando tus enemigos echarán terraplén delante de ti, te sitiarán y te acosarán por todas partes. Y te derribarán a tierra, y a tus hijos dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no conociste el tiempo de tu visitación”.

En cambio precisamente en ese día, los jefes de la nación, yendo contra el sentir del pueblo, rechazaron su programa de paz para confirmar su programa de guerra. Precisamente ese día resolvieron definitivamente desembarazarse del Mesías pacífico, que venía a Jerusalén cabalgando sobre un burrito, porque le antepusieron al héroe escarlata de su mesianismo bélico.

Le entrada de las palmas fue por lo tanto la celebración del mesianismo pacífico, es decir una política sui generis, que enseguida fue truncada por la política de viejo estilo: aquella que creía (y quizás creerá) en Dios y en su ley, pero confiaba (y confiará) más en la de los propios escuderos: más en los tanques de guerra que en el anuncio del Sinaí: esta política decrépita y loca que infunde la guerra también en los tratados de paz y transforma el pueblo en ejército y la tierra para arar en campo para matar.

La política mesiánica de Jesús se recapitula bajo el nombre de Reino de Dios: es decir un régimen, cuya constitución es la ley de Dios, y cuyo fin, como en un principio, es y permanece siendo Dios. En ella se organiza el pueblo como reino; un reino propio y lo dirige por las vías de la paz. Este Reino de Dios se traduce también en una constitución social; su ley es el Evangelio, y comporta la unidad, la solidaridad, la igualdad, la paternidad, el servicio social, la justicia, la racionalidad, la verdad, así como la lucha contra la guerra, la opresión, la intimidación, las enemistades, el error, la estupidez…

Buscar el Reino de Dios es por lo tanto buscar las condiciones más felices para la expresión de la vida individual y social. Y se entiende: donde reina Dios, el hombre es hijo de Dios, un ser de valor infinito, y trata a los otros hombres y es tratado por ellos como hermano, y hace a los demás lo que le gustaría que los otros le hicieran a él; y los bienes de la tierra son fraternamente puestos en común, y circula el amor y el perdón, y no valen las barreras, que no tienen sentido en la universalidad del amor. Poner como fin el Reino de Dios, por lo tanto, significa elevar la meta de la vida humana. En este sentido, también por nosotros, Cristo “ha vencido el mundo”.

Más allá de este significado, Jesús no se ocupa de la política, y ni siquiera los apóstoles. Pero en su enseñanza están incluidos los principios, quizás no de la política concreta, inmediata y particular, pero sí la alta sabiduría directiva, que sostiene la grande y universal arte del gobierno de todos los tiempos. Jesús no se refiere a las instituciones existentes, pero transforma el espíritu, transformando los sentimientos de los hombres. No les dice a los soldados que hay que disertar, ni a los publicanos que dejen la recaudación de impuestos, ni a los miembros del Sinedrio que renuncien al Gran Consejo: a cada uno les dice que cumpla su función con un espíritu nuevo. No provoca una agitación, provoca la revolución. Y la provoca en el espíritu, donde precisamente tiene que hacerse.

Dentro de una semana Jesús será presentado como anti-hebreo, según la ley teocrática, al tribunal de Israel; como anti-romano, según la ley imperial, en el tribunal del procurador. Tantas acusaciones, tantas calumnias: aunque en efecto “subversor del pueblo”, tal como era acusado, en realidad lo era, en un sentido; la política de Jesús lleva a subordinar cada cosa al fin último; por lo tanto no es el esfuerzo para aglomerar la potencia en las manos de los hombres, sino para permitirle a los hombres gobernar su vida temporal en modo de favorecer el desarrollo de la propia perfección religiosa. No es dominio, sino servicio; no apunta a la guerra, sino que propugna la paz; no le importan las hegemonías y la exclusividad, sino la colaboración fraterna, en la universalidad del amor, en la igualdad de los hermanos, en la dignidad de todos los componentes.

Igino Giordani, Le Feste, SEI, Turín, 1954, pp. 104-110.

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