Contemplando la inmensidad del universo, la extraordinaria belleza de la naturaleza, su potencia, me remonté espontáneamente al Creador de todo y tuve una nueva comprensión de la inmensidad de Dios.

 La impresión fue tan fuerte y nueva que me habría lanzado de rodillas a adorar, a alabar, a glorificar a Dios. Sentí una gran necesidad de hacerlo, como se esa fuese mi vocación actual. Era casi como si se me abrieran los ojos, entendí como nunca antes, quién es Aquél que hemos elegido como ideal, o mejor Aquél que nos ha elegido a nosotros.

 Lo vi tan grande, que me parecía imposible que hubiese pensado en nosotros. Y esta impresión de su inmensidad permaneció en mi corazón durante algunos días. Ahora rezar: “Santificado sea Tu Nombre” o “Gloria al Padre, al Hijo, al Espíritu Santo” es otra cosa para mí: es una necesidad del corazón. (…)

 Nosotros vamos en camino. Y, cuando uno viaja, ya piensa en el ambiente que lo acogerá a su llegada, en el paisaje, en la ciudad, y se prepara. Así tenemos que hacer también nosotros.

¿Allá arriba se alabará a Dios? Entonces alabémoslo desde este momento. Dejemos que nuestro corazón grite todo nuestro amor, lo proclame, junto con los ángeles, con los santos: “Santo, Santo, Santo”.

 Expresémosle nuestra alabanza con la boca y con el corazón. Aprovechemos para reavivar ciertas oraciones cotidianas que hacemos que tienen esta finalidad. Y démosle gloria con todo nuestro ser. (…)

 Alabémoslo más allá de la naturaleza o en la profundidad de nuestro corazón. Sobre todo, vivamos muertos a nosotros mismos y vivos a la voluntad de Dios, al amor hacia los hermanos.

Seamos también nosotros, como decía Isabel de la Trinidad, una “alabanza de su gloria”. Así anticiparemos un poco el Paraíso, y repondremos a Dios por la indiferencia de innumerables corazones que hoy viven en el mundo.

 Chiara Lubich, Rocca di Papa, 22.1.1987

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