La Semana de oración por la unidad de los cristianos y el año dedicado por la iglesia católica a la vida consagrada. Dos felices coincidencias en las cuales la vocación de Heike Vesper, focolarina de la iglesia evangélica-luterana alemana, se presenta especialmente significativa.
«Tenía dieciséis años cuando murió mi hermano gemelo, quien sufría una grave discapacidad mental,–cuenta-. A partir de esta circunstancia tan dolorosa nació en mí el deseo de vivir una vida que realmente tuviera sentido. Ciertamente no pensaba en una vida de consagración a Dios. En las iglesias de la reforma la vida monástica casi ha desaparecido. Para Lutero cada cristiano bautizado tiene en sí mismo un llamado totalitario a seguir a Jesús, que se realiza sustancialmente en el trabajo y en la familia. Por lo tanto Lutero no veía en la consagración a Dios un estado privilegiado, precisamente porque todos estamos llamados a la perfección, que se vuelve alcanzable sólo con el amor de Dios, con su misericordia. Por lo que a mí respecta, la consagración a Dios era algo totalmente extraño. Extraño también por el ambiente ateo que me rodeaba con el comunismo de la Alemania del Este de entonces.
Algunos meses después, en la primavera de 1977, conocí a los jóvenes de los Focolares, un movimiento nacido en la iglesia católica, abierto al diálogo con fieles de otras iglesias o religiones, y con personas de convicciones no religiosas. Fuertemente atraída por la radicalidad de su elección evangélica, también yo me comprometí junto con ellos en múltiples actividades formativas y sociales que nos proponían o que nosotros suscitábamos. Nuestros animadores eran personas un poco más grandes que nosotros, los y las focolarinas. Ellos habían hecho una elección totalitaria de Dios, viviendo en comunidad. Su vida me producía una gran fascinación, pero la veía demasiado alta para mí, inalcanzable.
En un momento dado tuvo lugar una situación de incomprensión entre el Focolar y mi pastor, por la elección personal de uno de nosotros. No era algo grave, pero sí lo suficiente para hacerme comprender que basta poco para despertar antiguos prejuicios y volver a abrir heridas que parecían estar en proceso de sanación. Fue una experiencia muy fuerte, en ella percibí que Dios me llamaba a dar, con mi vida, un ejemplo de que la unidad es posible y que esto podía realizarlo a través del Focolar. Ante este llamado sentí alegría y temor. De hecho, no me sentía capaz de afrontar 24 horas sobre 24 la tensión de la diversidad entre nuestras iglesias. Durante dos años traté de hacer callar dentro de mí esta invitación de Dios, pero cada tanto volvía a aflorar con más fuerza.
En una visita de Chiara Lubich a Alemania, un grupo de evangélicos le hacían algunas preguntas. Con sus respuestas todos mis nudos se soltaron. En sus palabras comprendí que entrar al Focolar significaba vivir el Evangelio ayudada por hermanos animados por el mismo propósito radical; querer hacerlo como cristianos católicos y evangélicos juntos; lo que significaba elegir como modelo a Jesús cuando se sintió abandonado por su Padre, gritando un ‘por qué’ que para él quedó sin respuesta, en donde recompuso la unidad entre Dios y los hombres, entre los pueblos, entre las distintas iglesias, entre todos nosotros.
En ese momento no pensé que todo esto significaría consagrarme a Dios, sino sólo responder a un llamado de Dios a dar testimonio con mi vida que la unidad es posible. Esta pasión por la unidad me marcó el corazón y el alma y siempre me ha dado alas también en los momentos de oscuridad o de prueba.
Cuando estaba en el Focolar de Lipsia, a menudo iba a la Santa Cena donde estaban los hermanos de la Christusbruderschaft. Un día, uno de ellos me preguntó cómo hacíamos para permanecer fieles a nuestras iglesias y vivir una vida espiritual intensa con los católicos. Entendí en ese momento el gran valor de la consigna de Chiara: Jesús abandonado. Amándolo a Él, quien se hizo división por nosotros, no sólo encontramos la fuerza para no sentirnos divididos en nosotros mismos, sino para ser unidad para los demás. En Él descubrimos la importancia de vivir con Jesús presente espiritualmente en medio nuestro, atraído por nuestro amor recíproco. Una presencia que no está vinculada a ningún sacramento, sino a la vida de la Palabra».
0 comentarios