Como última actividad en mi estadía en Jordania, visité la cárcel femenina, en la periferia de Amman. En el corredor donde se encuentra el control, a Omar, el amigo que me acompaña, le piden que se quite el reloj y los lentes de sol. También quieren que deje mis lentes, pero le pido a la joven de la guardia que se los pruebe y se da cuenta que sin ellos, veo mal. Llegamos a la primera sala de espera, después de haber atravesado un largo patio. Es un día de verano. Superamos el enésimo control y dejamos el papel con el nombre de la persona que queremos visitar. En la sala de espera, otras dos jóvenes mujeres esperan su turno de visita. ¿A quién van a visitar?, ¿a una hermana?, ¿a la madre?. Un hombre de unos cincuenta años, de rasgos árabes muy definidos, acomoda sus zapatos gastados. También él está esperando. Mi amigo trata de sentarse, pero la silla se rompe. Ante esta situación, en cualquier otro lugar, todos se habrían reído. Pero allí, en esa sala, nadie se anima a reír, están tomados por su dolor. El clima que se respira es semejante al de alguien que espera el diagnóstico de un médico sobre una enfermedad grave de una persona querida. Por el ruido crepitante del parlante y por el salto que da el hombre al levantarse, comprendo que llegó su turno. Poco después nos llaman a nosotros. Un pequeño corredor, por el lado derecho, cada celda tiene una ventanita con los clásicos viejos teléfonos de cada lado del vidrio. Nuestra amiga, inesperadamente alegre, se agita y gesticula, nos dice por el receptor que podemos pedir que el encuentro se pueda desarrollar en otra sala, “cara a cara”. Es Pascua y para los cristianos hoy está permitida una visita. Salimos del edificio y volvemos a la entrada oficial. Otra vez los pasaportes, preguntas, y el nombre de la persona que vamos a encontrar. Esperamos en una sala, mientras presenciamos el trabajo de algunos empleados que guardan documentos dentro de unas carpetas enumeradas. La espera es larga. También para ella, el camino está hecho por muchas puertas que se abren y cierran. Aquí está, llegó. Margari es una mujer de unos cuarenta años, de Sud América, alegre. «¡Qué envidia tendrán mis compañeras de celda!». Es una mujer dulce, reconoce que se equivocó, sabe que dentro de algunos meses podrá salir, cuenta los días en el calendario que se armó. En estos dos años se convirtió en abuela y no conoce todavía a su nietito. De sus cuatro hijos, los primeros dos ya dejaron la escuela para trabajar, y ella está sin marido. «Cuando vuelva me reprocharán, es justo que estén enojados conmigo. De vez en cuando los escucho por teléfono. Mi deseo –continúa- era el de abrir un horfanato para los niños de la calle. Aquí dentro la vida es dura, a veces pensé en terminar con todo. Te haces malo. Pero yo no logro, si se enojan o me pegan me quedo tranquila, no logro reaccionar. Mi amigas están aquí, algunas desde hace varios años. Fernanda desde hace ocho años, pero saldrá pronto. A los 29 años una grave enfermedad se la está llevando. Entró muy jovencita por una estupidez más grande que la mía. Ella, los rollos de aquella basura, se los tragó. Yo agradezco a Dios, a pesar de todo Lo siento cerca y por este motivo me siento privilegiada». Margari me confía a sus hijos, me pide que les escriba que la visité y que no ve la hora de volverlos a ver. Nos dejamos con un gran abrazo, difícil describir lo que siento en ese momento. Quisiera que fuese un pequeño gesto, para tomar sobre mí mismo su dolor. En un día tan soleado, tal vez un rayo de Su amor pasó a través de las rejas y esos muros grises. Es una mañana de Pascua especial, >no puedo hacer otra cosa más que agradecer a Dios por lo que me hizo vivir: resurrección es verdadera libertad. Encontré en la cárcel a una mujer libre, porque es consciente de ser amada por Dios. (Ago Spolti, Italia)
Estar atentos a los demás
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