La sala de espera de la Policlínica estaba repleta, porque allí atienden varios médicos. Había sólo dos sillas vacías, una al lado de una señora muy elegante y la otra cerca de un señor del cual provenía un olor muy fuerte – su ropa manifestaba una higiene muy deficiente-. Tal vez estaba allí para resguardarse del intenso frío de la calle. Mi primer impulso fue el de sentarme al lado de la señora, porque aquel olor me producía náuseas. Sin embargo, no pude evitar pensar que si Jesús está presente en cada prójimo, seguramente estaba también en ese pobre. No había excusas: mi lugar estaba al lado de él, ésa era la persona que debía preferir, justamente por su aspecto impresentable, porque era un “descartado”. Fue así que, me senté allí, junto a él, venciendo el natural rechazo que sentía, bajo las miradas maravilladas de la gente. Inmediatamente ese hombre empezó a hablarme: “Pero, ¡qué lindo suéter, qué lindos pantalones! ¡Qué hermoso sería tener ropa así!”. Cuando empezó a tocar mis pantalones para apreciar la calidad y hablar con más entusiasmo de mi ropa, debo admitir que empecé a sentirme incómodo. La gente miraba y esperaba mi reacción. Entonces me dediqué completamente a él, tratándolo con dignidad, sin juzgarlo, viendo en él a un hermano. Importaba poco si lo que me contaba de su vida era cierto o no… Comprendía que necesitaba que alguien lo escuchara, lo valorara y lo hiciera sentir importante. Trataba de no prestarle atención al hecho, de que él, cuando hablaba, su saliva salía disparada sobre mi ropa. Sentía que este esfuerzo me sacaba de una forma de vivir cómoda y que haciendo así habría logrado amar a esa persona. Le propuse vernos al día siguiente para tomar un café. Mi nuevo amigo se quedó sorprendido y contento. Obviamente, muchas personas nos estaban escuchando. Al final, sentí que me llamaban por mi nombre y entré a la consulta médica. Cuando salí, “mi” pobre ya no estaba más. En la sala de espera ya casi vacía quedaba sólo la señora elegante, que se me acercó con una linda sonrisa: “Disculpe si lo molesto – me dijo-. Seguí toda la conversación que mantuvo con ese señor. Me parecía que su paciencia no tenía límite. Hubiera querido hacer lo mismo, pero no tuve el coraje de hacerlo. Escuché cada palabra suya, y parecía que Ud. estaba verdaderamente interesado en esa conversación tan particular. Cuando Ud. entró a ver al médico, ese señor se levantó, nos agradeció por la paciencia y nos dijo: ‘Él sí que es un amigo. Nunca lo había visto antes, pero me amó de verdad. Para él, ¡yo soy de verdad una persona importante!’. Después se fue. Cuénteme, ¿por qué Ud. actuó así con él?”. Le respondí que soy cristiano y que quiero amar y servir a cada prójimo, y especialmente a aquéllos que más sufren, como haría un padre con su hijo.La señora se mostró sorprendida. Reflexionó un poco y después, sonriendo, me dijo: “Si vivir como cristiano significa esto, tal vez puedo reencontrarme con aquella fe que perdí hace mucho tiempo”. Al día siguiente fui a tomar el café con mi nuevo amigo. Le llevé algo de ropa limpia. Cuando nos despedimos, me abrazó. Entre lágrimas me confesó: “Hacía tiempo que nadie me trataba como un ser humano que tiene necesidad de afecto y amor”. Extraído de Urs Kerber “La vida se hace camino” . Ed. Ciudad Nueva, Buenos Aires (AR) 2016, páginas 15 y 16.
Confiar en Dios
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