¡Te he encontrado en muchos lugares, Señor! Te he sentido palpitar en el silencio profundo de una ermita alpina, en la penumbra del sagrario de una catedral vacía, en el palpitar unánime de una muchedumbre que te ama y llena las arcadas de tu iglesia de cantos y de amor. Te he encontrado en la alegría. Te he hablado más allá del firmamento estrellado, mientras, de noche y en silencio, volvía del trabajo a casa. Te busco y a menudo te encuentro. Pero donde siempre te encuentro es en el dolor. Un dolor, cualquier dolor, es como el sonido de la campanilla que llama a la esposa de Dios a la oración. Cuando a parece la sombra de la cruz, el alma se recoge en el tabernáculo de su intimidad y, olvidando el tintineo de la campana te “ve” y te habla. Eres Tú quien vienes a visitarme. Soy yo que te respondo. “Heme aquí, Señor, te quiero, Te he querido”. Y en este encuentro, al alma no siente su dolor, sino que está como embriagada de tu amor, invadida por Ti, embriagada por ti; yo en Ti, Tú en mí, a fin de que seamos uno. Luego abro de nuevo los ojos a la vida, a la vida menos verdadera, divinamente aguerrida para conducir tu guerra. (de Meditaciones, Editorial Ciudad Nueva, Buenos Aires 2002)
Construir puentes de fraternidad
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