«Hace cinco años, antes de que estallara el conflicto en Siria, con toda la familia proyectamos realizar, todos juntos, una experiencia full time en la ciudadela internacional de los Focolares en Loppiano (Florencia). Violet y yo asistiríamos a la Escuela Loreto en la cual, junto con otras parejas de varias partes del mundo, podríamos profundizar diversos temas sobre la familia a la luz de la espiritualidad de la unidad, mientras que los cuatro hijos se integrarían en las escuelas del lugar. Después de varios años de trabajo –soy médico- queríamos reservar un año de nuestra vida para dedicarlo a Dios. Nos preparamos para partir cuidando todos los detalles, con responsabilidad, sin saber lo que iba a ocurrir poco tiempo después: el estallido de conflictos en nuestra tierra. En el tiempo que faltaba para partir hacia Loppiano, pude ser útil de mil modos, socorriendo a los heridos, haciendo también largos y arriesgados viajes en auto para buscarlos. Inclusive el viaje a Italia fue arriesgado por los desórdenes que lamentablemente continuaban. Estando ya en Loppiano seguían llegando noticias, cada vez más trágicas, que nos atemorizaban y al concluir el curso, nuestros familiares nos rogaron que no volviéramos. Imaginen la angustia con la que tomamos esta decisión y el desconsuelo de no poder hacer nada por nuestros compatriotas. Nos sentíamos como un automóvil: con el motor encendido a mil por hora pero frenado a la fuerza. También quedarse en Italia no era algo simple. Delante nuestro no veíamos futuro. Aunque nos encontrábamos en un ambiente acogedor, por no tener mi título revalidado no podía ejercer la profesión. Me fui adaptando a realizar otros trabajitos como carpintero u otra cosa, en espera de alguna solución. Pero finalmente se dio la ocasión de poder hacer algo por mi gente. Me enteré de un proyecto de acogida para prófugos en Eslovenia atendido por Médicos Sin Fronteras en el que hacía falta un médico que hablara árabe. De este modo me fui enseguida, sin saber exactamente qué sucedería. Llegando me puse inmediatamente al servicio de mucha gente que llegaba al Centro de acogida, que había viajado por mar o realizando un largo recorrido a pie. Muchos de ellos provenían de Irán, de Iraq, de Afganistán… y ¡muchos eran de Siria! Verlos llegar y poder recibirlos hablando nuestro idioma, fue para mí una fuerte emoción: las lágrimas me caían por el rostro. Desde ese momento no me preocupé de la hora de ir a dormir, de la hora de comer… quería estar todo el tiempo con ellos, aliviar sus sufrimientos, cuidarlos, hacer que se sintieran ‘en su casa’. Tengo todavía en el corazón y en los ojos a la primer niñita que atendí: lloraba continuamente, no lográbamos tranquilizarla. Auscultándola me di cuenta que sólo tenía dolor de barriga y comencé a hamacarla y hablarle en árabe… la niña poco a poco se tranquilizó y se durmió en mis brazos. Cuando los otros se acercaban para tomarla, ella se agitaba y no quería dejar mis brazos… fue para mí una experiencia muy fuerte. Aquí la llegada de gente es continua. Llegan tres trenes por día con casi 2.500 personas. En solo cuatro días nos tuvimos que ocupar de tanta gente como no había ocurrido en un mes. En nuestro equipo somos seis: los otros son de otros lugares. También ellos se dieron cuenta enseguida de lo impactante que fue para mí ver llegar a mis compatriotas en esas condiciones. Cuando los recibo, les digo mi nombre (Issa=Jesús), veo que sus ojos brillan. Para cada uno de ellos quisiera ser otro Jesús que está allí para recibirlos, que los cuida a través de mí. Esta posibilidad que se me dio es para mí como una respuesta de Dios».
Poner a disposición nuestras habilidades
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