Palabra de Vida – Diciembre 2020

 
“El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?” (Salmo 27 (26), 1)

“Poco después del nacimiento de Mariana, los médicos diagnosticaron una lesión cerebral. No hablaría ni caminaría. Sentimos que Dios nos pedía que la amáramos como era y nos abandonáramos en sus brazos de Padre”, escribe Alba, joven madre brasileña. Y prosigue: “Vivió con nosotros cuatro años y nos dejó a todos un mensaje de amor. Nunca oímos de su boca las palabras mamá o papá, pero en su silencio nos hablaba con los ojos, que tenían una luz resplandeciente. No pudimos enseñarle a dar los primeros pasos, pero fue ella quien nos enseñó a dar los primeros pasos en el amor, en la renuncia a nosotros mismos para amar. Mariana fue para toda la familia un regalo del amor de Dios que podríamos resumir en una frase: el amor no se explica con las palabras”.

Es lo que nos sucede también hoy a cada uno de nosotros: frente a la imposibilidad de gobernar toda nuestra existencia tenemos necesidad de luz, incluso de un tenue atisbo que muestre el camino de salida, los pasos a dar hoy hacia la salvación de una nueva vida.

“El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?”

La oscuridad del dolor, del miedo, de la duda, de la soledad, de las circunstancias adversas que tornan vanos nuestros sueños es una experiencia que se experimenta en todo lugar de la tierra y en toda época de la historia humana, como da testimonio esta antigua oración del libro de los Salmos.

El autor fue probablemente una persona acusada injustamente, abandonada por todos en la espera del juicio. En la incertidumbre por un destino amenazador confía en Dios. Sabe que Él no abandonó a su pueblo en la prueba, conoce su accionar liberador; por eso encontrará en Él la luz y recibirá reparo seguro e inexpugnable.

Precisamente en la conciencia de su fragilidad se abre a la confidencia con Dios, recibe su presencia en la propia vida y espera con confianza la victoria definitiva en los caminos imprevisibles de su amor.

“El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?”

Es esta la ocasión oportuna para volver a encender nuestra confianza en el amor del Padre, que quiere la felicidad de sus hijos. Él está dispuesto a cargar con nuestras preocupaciones[1], de modo que no nos repleguemos sobre nosotros mismos, sino que seamos libres para compartir con los demás nuestra luz y nuestra esperanza.

La Palabra de Vida, tal como escribía Chiara Lubich, nos guía en el camino de las tinieblas a la luz, del yo al nosotros, “es una invitación a reavivar la fe: Dios existe y me ama. ¿Me encuentro con una persona? Tengo que creer que a través de ella Dios quiere decirme algo. ¿Me dedico a un trabajo? En ese momento sigo teniendo fe en su amor. ¿Llega un dolor? Creo que Dios me ama. ¿Una alegría? Dios me ama. Él está aquí conmigo, está siempre conmigo, me conoce en todo y comparte cada pensamiento mío, cada alegría, cada deseo, lleva junto a mí toda preocupación, toda prueba de mi vida. ¿Cómo reforzar esta certeza? Buscándolo en medio de nosotros. Él prometió estar allí donde dos o más están unidos en su nombre[2]. Encontrémonos entonces en el amor recíproco del Evangelio con todos los que viven la Palabra de Vida, al compartir las experiencias experimentaremos los frutos de esta presencia suya: alegría, paz, luz, coraje. Él permanecerá con cada uno de nosotros y seguiremos sintiéndolo cercano y actuante en nuestra vida de cada día”[3].

Letizia Magri

[1] Cf. 1 Pedro 5, 7.
[2] Cf. Mateo 18, 20.
[3] C. Lubich, Palabra de vida, julio 2006.