Palabra de vida – Mayo 2021

 
Dios es amor, y el que permanece en el amor permanece en Dios, y Dios permanece en él” (1 Juan 4, 16)

“Dios es amor”: es la definición más luminosa de Dios en las Escrituras que figura solamente en dos oportunidades y precisamente en este texto, una carta o acaso una exhortación, que refleja el cuarto evangelio. En efecto, el autor es un discípulo que da testimonio de la tradición espiritual del apóstol Juan. Él escribe a una comunidad cristiana del primer siglo, que lamentablemente estaba afrontando ya una de las pruebas más dolorosas, es decir: la discordia, la división tanto en el plano de la fe como en el del testimonio.

Dios es amor: vive en sí mismo la plenitud de la comunión como Trinidad y rebasa ese amor hacia sus criaturas. A cuantos lo reciben les proporciona el poder de llegar a ser sus hijos[1], con su mismo ADN, capaces de amar. Y el suyo es un amor gratuito, que libera de todo temor y timidez[2].

Para que luego se realice la promesa de la recíproca comunión, nosotros en Dios y Dios en nosotros, es necesario “permanecer” en ese mismo amor activo, dinámico, creativo. Por ello los discípulos de Jesús están llamados a amarse unos a otros, a dar la vida, a compartir los propios bienes con todo el que tenga necesidad. Con ese amor la comunidad permanece unida, profética y fiel.

“Dios es amor, y el que permanece en el amor permanece en Dios, y Dios permanece en él.”

Se trata de un anuncio fuerte y claro también hoy para nosotros, que a veces nos sentimos superados por los acontecimientos imprevisibles y difícilmente controlables, como la pandemia y otras tragedias personales o colectivas. Nos sentimos perdidos y asustados ya que es fuerte la tentación de encerrarnos en nosotros mismos, de levantar muros para protegernos de quien parece amenazar nuestras seguridades, en lugar de construir puentes para encontrarnos.

¿Cómo es posible seguir creyendo en el amor de Dios en estas circunstancias? ¿Podemos amar todavía?

Josiane, libanesa, estaba lejos de su país cuando tuvo noticias de la terrible explosión en el puerto de Beirut, en agosto del año pasado. Le confiaba a quien, como ella, vive la Palabra de vida: “He probado en el corazón dolor, furia, angustia, tristeza, desasosiego. Y muy fuerte una pregunta: ¿no alcanza con todo lo que el Líbano ha vivido hasta ahora? Pensaba en ese barrio abatido, donde yo nací y vivía; donde ahora murieron parientes y amigos, o se encuentran heridos y están desplazados; donde han quedado destruidos edificios, escuelas, hospitales que conozco muy bien. Traté de hacerle sentir mi cercanía a mi madre y a mis hermanos, de contestar a los muchos mensajes que me manifestaban su afecto y sus oraciones, escuchando a todos en esta profunda herida abierta. Quería creer –y creo– que estos encuentros con quien sufre constituyen una llamada a responder con el amor que Dios ha puesto en nuestro corazón. Más allá de las lágrimas, descubrí una luz en numerosos libaneses, a menudo jóvenes, que volvieron a levantarse, miraron a su alrededor y prestaron ayuda a quien estaba en dificultad. Nació en mí la esperanza en los jóvenes dispuestos a comprometerse seriamente también en política, convencidos de que la solución es el camino del diálogo verdadero, de la concordia, del descubrirse –porque lo somos– como hermanos”.

“Dios es amor, y el que permanece en el amor permanece en Dios, y Dios permanece en él.”

Una preciosa sugerencia para vivir esta Palabra del evangelio nos la ofrecía Chiara Lubich: “No se puede ya separar la cruz de la gloria, no se puede separar al Crucificado del Resucitado. Son dos aspectos del mismo misterio de Dios que es Amor[3]. Una vez realizada esta ofrenda, tratemos de no pensar más, sino de cumplir con lo que Dios quiere de nosotros, allí donde nos encontremos. Tratemos de amar a los demás, a los prójimos que están a nuestro alrededor. Así podremos experimentar un efecto insólito e inesperado: nuestra alma se colmará de paz, de amor, y también de alegría pura, de luz. Enriquecidos por esta experiencia podremos ayudar más eficazmente a todos nuestros hermanos a encontrar motivos de felicidad entre las lágrimas, a transformar en serenidad lo que nos atormenta. Seremos así instrumentos de alegría para muchos, de felicidad, de esa felicidad a la que aspira todo corazón humano”[4].

Letizia Magri

[1] Cf. Juan 1, 12 y 1 Juan 3, 1.
[2] Cf. 1 Juan 4, 18.
[3] Cf. 1 Juan 4, 10.
[4] C. Lubich, enero 1984.