Es un himno de alabanza y de agradecimiento a Dios. El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob es el Dios, Padre de Jesucristo, que lo ha resucitado de entre los muertos. Jesús “nos resucitó y nos hizo sentar con él en los cielos” (1) también a nosotros, que somos “obra suya” y “su cuerpo” (2).
La bendición de Dios a Abraham (“y por tu descendencia se bendecirán todas las naciones de la tierra” (3) se cumple en Jesús.
Jesús atrajo sobre sí la bendición paterna, revestido de ese amor al cual el Padre no puede dejar de responder, porque él es su misma Palabra hecha carne.
Es su Palabra viviente, su Verbo que ha asumido nuestra naturaleza humana para estar entre nosotros y comunicarnos la Vida verdadera. Para hacer de nosotros un solo cuerpo con él y comunicarnos su Espíritu por el cual podemos llamar a Dios, Padre, ¡Abba!
¿Cómo podemos nosotros vivir de manera digna de la bendición del Padre? ¿Cómo atraer sobre nosotros esa bendición que procura alegría y fecundidad a todo lo que pensamos?
Viviendo como hijos, en el Hijo, siendo con él Palabra viva. En efecto, viviendo la Palabra somos transformados en la Palabra, en Cristo.

«Bendito sea Dios…, que nos ha bendecido en Cristo».

El Evangelio no es un libro de consuelo donde uno se refugia en los momentos dolorosos para encontrar una respuesta, sino que es un código que contiene las leyes de la vida; leyes que no sólo se deben leer y observar, sino poner en práctica, es decir, deben ser asimiladas tan profundamente y a tal punto, que vivamos como Cristo, de ser otro Cristo en cada instante.
No podemos concebir entonces a la Palabra como una pura, simple, dulce expresión de sabiduría humana.
La Palabra de Dios es más que un mensaje. Cuando él habla se dice a sí mismo, se da a sí mismo. “Dios nunca da menos que sí mismo”, recuerda Agustín de Hipona (4).
Ahora bien, dado que Dios es Amor, cada Palabra suya es amor. Acoger y vivir la Palabra nos hace ser amor como Dios es Amor.
Por la Palabra, entonces, tendrían que cambiar todas nuestras relaciones, con Dios y con el prójimo, porque tiene en sí una fuerza dinámica, creadora.
Viviendo la Palabra nace y se compone la comunidad cristiana entre personas que se aman y forman un solo pueblo: el pueblo de Dios.
Sobre este pueblo desciende entonces la bendición de Dios, es decir, sobre todos nosotros, en la medida que sepamos tratarnos como hermanos y hermanas en el único Padre, superando todos los individualismos, los prejuicios, las divisiones.
Eso es lo que debemos hacer este mes en que, cristianos de muchas partes del mundo, se unen en la celebración de la Semana de oración por la unidad de los cristianos, formando el único pueblo.
Conscientes de este regalo, por nosotros no merecido, tratemos de vivir juntos como Palabras de Dios vivas, en el inicio del tercer milenio.
Además de dar gloria a Dios, con nuestra vida seremos una fuerte petición de otro don suyo: el de la comunión plena y visible entre las Iglesias.

Chiara Lubich

1) Cf Ef 2, 6;
2) Cf Ef 2, 10;
3) Cf Gen 22, 18;
4) Enchiridion ad Laurentium de fide et spe et caritate, XII, 40, Opera omnia, XIII, 2.
 

 

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